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Opinión

El Viento No Tiene Culpa: Una Reflexión Sobre la Libertad de Elegir y la Responsabilidad de Asumir

Rubén Duarte
Rubén Duarte
mayo 12, 2025

Hay una frase que se desliza como susurro entre quienes han vivido la experiencia del desorden emocional, del caos no anticipado, del dolor que se cuela por rendijas abiertas con nuestras propias manos: ¿Cómo puedo culpar al viento por lo que provocó si yo fui quien abrió la ventana? Esta afirmación, sencilla en apariencia, contiene la complejidad de una verdad que muchos preferimos evitar: la responsabilidad que tenemos sobre aquello que dejamos entrar en nuestras vidas.

El viento no pide permiso. Simplemente entra cuando encuentra espacio. Es libre, imprevisible, a veces suave, a veces devastador. Pero no tiene voluntad, no tiene intención. Es solo viento. En cambio, abrir la ventana es un acto deliberado. Puede ser pequeño, incluso inconsciente, pero sigue siendo una elección. Esa es la diferencia fundamental entre lo que llega y lo que permitimos que llegue.

Cuántas veces, en el transcurso de nuestras vidas, terminamos rodeados de escombros emocionales, relaciones rotas, promesas incumplidas, decisiones fallidas… y al mirar a nuestro alrededor, buscamos con desesperación un culpable externo. Señalamos a los demás, a las circunstancias, al destino, al “viento” que nos desordenó todo. Pero evitamos mirar nuestras propias manos sobre el picaporte de esa ventana que abrimos. Olvidamos que muchas veces fuimos nosotros quienes, por curiosidad, por esperanza, por deseo o por ingenuidad, la dejamos entreabierta.

Abrir una ventana puede representar muchas cosas: permitir que alguien entre en nuestra vida, confiar en una idea sin analizarla del todo, tomar una decisión impulsiva, no poner límites cuando debimos hacerlo, quedarnos cuando sabíamos que lo sano era irnos. Cada una de esas acciones tiene su propia ventana. Y cada una, por más mínima que parezca, tiene el potencial de dejar entrar vientos suaves o tormentas violentas.

Pero ¿por qué abrimos esa ventana? Porque somos humanos. Porque no se puede vivir con todas las puertas cerradas, ni todas las ventanas clausuradas. Vivir implica exponerse. Amar implica riesgo. Confiar implica posibilidad de daño. Crecer implica equivocarse. Y en ese acto de abrir, también hay belleza: a veces el viento refresca, renueva, limpia. Nos despeina, nos sacude, nos recuerda que estamos vivos. No todo viento es destrucción. Pero incluso cuando lo es, incluso cuando nos deja con todo patas arriba, sigue siendo cierto que fuimos nosotros quienes lo invitamos a pasar.

La verdadera reflexión no es si debimos o no abrir la ventana, sino si estamos dispuestos a asumir lo que vino con ello. La madurez comienza cuando dejamos de jugar el papel de víctima del viento, y empezamos a reconocernos como protagonistas de nuestras decisiones. Eso no significa culparse sin compasión, sino asumir con responsabilidad lo que estuvo en nuestras manos, aprender de ello, y crecer. Porque si abrimos sin pensar, también podemos aprender a abrir con conciencia. Si una vez no supimos cerrar a tiempo, hoy tenemos la oportunidad de proteger lo que somos sin convertirnos en fortalezas herméticas.

La vida nos seguirá ofreciendo ventanas. Algunas se abrirán solas. Otras, nos pedirán un acto de fe. Lo importante no es evitar el viento para siempre, sino saber cuándo vale la pena abrir y cuándo no. Saber que, si bien no podemos controlar la fuerza del viento, sí podemos elegir en qué momento permitirle entrar. Y que si alguna vez vuelve a desordenar todo, al menos esta vez, no nos tomará por sorpresa.

Y entonces, cuando miremos atrás, no diremos “el viento lo arruinó todo”, sino “yo decidí abrir la ventana… y asumí lo que vino con ello”.

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