Quien haya visto los primeros capítulos de la serie “Mentiras” sabrá que detrás de los colores chillantes, los peinados con laca y el karaoke emocional, se esconde una verdad amarga, la decepción. El desengaño de mujeres que entregaron todo por una promesa de amor, y que descubren con rabia, con dolor, y con sororidad, que todo era una farsa. Algo así como lo que nos ha pasado con la llamada Cuarta Transformación.
Porque al igual que en la serie, lo que vivimos en México puede contarse al ritmo de las mismas canciones. Solo que aquí, el galán mentiroso no tiene nombre de telenovela, sino de partido político, de presidente carismático, y de proyecto de nación. “Él me mintió, él me dijo que me amaba, y no era verdad. ¡Él me mintió!” podría ser el canto unísono de millones de mexicanas y mexicanos que creyeron en la esperanza como promesa… y recibieron realidad como castigo.
Nos dijeron que vendrían a salvarnos de la corrupción, pero crearon su propio sistema de lealtades y silencios. Juraron que terminarían con la violencia, pero el país arde con cifras récord de homicidios y desapariciones. Nos hablaron de austeridad republicana mientras sus cercanos acumulan poder y contratos. Prometieron que escucharían al pueblo, pero ahora se ignoran las voces críticas y se censura el disentimiento. “Era un juego y nada más, era solo un juego cruel de su vanidad”, canta una de las protagonistas de la serie. Y es difícil no sentir que ese verso le queda como guante al relato político que hemos vivido.
“Mentiras… ¡todo era mentira! Los besos, las rosas, las falsas caricias, que me estremecían…” Las becas, los abrazos, los discursos que hablaban de primero los pobres… todo eso estremecía. Todo eso emocionaba. Pero hoy, mientras la inflación castiga el bolsillo, la salud pública agoniza y la polarización divide familias y comunidades, se revela la cruda verdad, había más marketing que visión; más narrativa que transformación.
La idea de transformar al país es noble. Lo fue. Lo sigue siendo. Pero una cosa es transformar, y otra es fingir que se transforma mientras se perpetúan los mismos vicios, ahora con otro color. Muchos, muchísimos, creyeron con el corazón. Creyeron desde la rabia de la desigualdad, desde el hartazgo de gobiernos pasados, desde el deseo legítimo de un México más justo. “Juro, lo juro… ¿dime por qué?” parece gritar una ciudadanía desconcertada, como si al final de cada mañanera solo quedaran preguntas sin respuesta.
La 4T enamoró como lo hacen los grandes embusteros, con palabras bonitas, con gestos teatrales, con verdades a medias y emociones desbordadas. “Tú me enamoraste a base de mentiras… tú me alimentaste siempre de mentiras, mentiras.” Y aunque parezca una canción, es también una síntesis política. Porque lo que parecía un amor eterno se volvió una relación tóxica, en la que todo cuestionamiento es traición y toda promesa incumplida se excusa con más promesas.
“¡Qué estúpida, que siempre te creí!” No, no hay estupidez en la esperanza. Hay nobleza. Lo estúpido es burlarse de ella. Lo estúpido es usar la fe del pueblo como combustible electoral. Lo estúpido es construir un culto a la personalidad en lugar de instituciones fuertes. Eso sí es una mentira que duele. Una mentira que “me quema como fuego… que se clava en mi pecho… que me mata, que se ríe de mí.”
Y mientras en la serie las protagonistas se empoderan, se unen, y descubren que la verdad no siempre redime, pero sí libera, en la vida real también necesitamos una narrativa así. Una ciudadanía que ya no se conforme con la telenovela oficial. Que ya no suspire con cada frase ensayada del caudillo. Que entienda que democracia no es devoción, y que transformación no es propaganda.
Porque sí, hay muchas mentiras. Pero hay también una verdad insobornable, México no necesita salvadores. Necesita instituciones sólidas, justicia efectiva, libertad de expresión, educación de calidad, economía sana y empatía social. Y esa canción, la que de verdad importa, todavía está por escribirse.
Mientras tanto, nos queda cantar con ironía, con coraje, y con memoria, ¡Mentiras!