En días recientes, el expresidente Ernesto Zedillo entre diversos y puntuales señalamientos sobre la democracia, le pidió a la presidenta Claudia Sheinbaum auditar las obras emblemáticas del sexenio de su antecesor, Andrés Manuel López Obrador. Con excesiva objetividad, Zedillo remarcó lo que diversos especialistas y ciudadanos hemos notado desde hace tiempo, la existencia de sobrecostos, inconsistencias técnicas y, en algunos casos, una preocupante opacidad en megaproyectos como el Tren Maya, la Mega Farmacia, la Refinería de Dos Bocas o el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles.
Este exhorto, viniendo de quien encabezó un gobierno marcado por una severa crisis económica, no deja de ser simbólicamente poderoso. Y no porque Zedillo sea una figura inmaculada, sino porque representa a una generación de políticos que, a pesar de sus errores, no rehuyeron al juicio histórico. Al pedir transparencia sobre el uso de los recursos públicos, Zedillo toca un punto que es importante para el funcionamiento de la administración pública, la necesidad de rendición de cuentas, sin excepciones.
La respuesta de la presidenta Sheinbaum fue inmediata y, en cierto modo, predecible. El Fobaproa, como una suerte de contrapeso moral. “Si vamos a hablar de excesos y deudas heredadas”, vino a decir, “hablemos de todas”. Y sí, hablar del Fobaproa es legítimo; representa uno de los capítulos más controversiales del México moderno. Sin embargo, al traerlo al presente como defensa frente a un llamado a la transparencia actual, el discurso corre el riesgo de caer en el pasado como refugio, en lugar de mirar al futuro como responsabilidad.
Y es aquí donde se revela lo absurdo de la respuesta, al intentar contraatacar, el argumento presidencial rozó una autoincriminación política. Numerosos actores que hoy militan en Morena participaron, en distintos momentos, del proceso legislativo y técnico que dio vida al Fobaproa. Algunos votaron a favor. Otros guardaron silencio. Varios fueron directamente beneficiados. Incluso, algunos lo defendieron como una medida necesaria ante el colapso bancario. En política, los atajos discursivos rara vez son gratuitos.
El dogma morenista es simple, la responsabilidad del presente, es culpa del pasado. Pero México no puede seguir administrando su presente a partir de los errores del pasado. Ni los gobiernos anteriores deben gozar de impunidad histórica, ni los actuales pueden justificar sus decisiones señalando con el dedo hacia atrás. Lo que necesitamos no es revancha, sino una política de memoria y responsabilidad. Si en efecto el Fobaproa fue una decisión cuestionable, que se hable de ello con documentos (que, además, son públicos), con seriedad, y con justicia. Pero que eso no sirva de escudo para ignorar las dudas legítimas que hoy despiertan los megaproyectos del sexenio de López Obrador.
Auditar no es castigar, es comprender, corregir y, si es necesario, sancionar. Es una práctica de madurez institucional. En un país donde la desconfianza ha sido la constante, abrir los estados financieros, revisar los contratos, evaluar los resultados y hacerlo sin filias ni fobias, debería ser una acción elemental, no una batalla ideológica.
La petición de Zedillo a Sheinbaum es una invitación con una oportunidad de romper con un ciclo. Es una puerta abierta para que la presidenta pueda convertirse en la titular del ejecutivo, que sin miedo ni cálculo, impulse un ejercicio de transparencia inédito en la historia reciente de México. No por consigna, sino por convicción. No para complacer a sus críticos, sino para honrar a quienes depositaron en ella su confianza. Porque no se debe gobernar para custodiar legados ajenos, si no para construir el propio, con verdad, con firmeza y con ética.
México merece saber qué hizo López Obrador con los recursos públicos. Pero más aún, merece saber que, a partir de ahora, quien lo administra está dispuesto a responder por cada peso invertido, y que no es solamente la tapadera del anterior sexenio.