Vivimos en pleno siglo XXI, rodeados de tecnología e información, pero seguimos encendiendo velas imaginarias. El psicólogo evolucionista Justin Barrett lo define con una frase inolvidable: nuestro cerebro cuenta con un “Hyperactive Agency Detection Device (HADD)”, un detector hiperactivo de agencia que hace que veamos intenciones detrás de lo que podría ser solo azar —un mecanismo de supervivencia ancestral que nos alertaba frente al peligro, como un tigre oculto entre los arbustos.
Desde la Ilustración nos dijeron que, sin dioses tradicionales ni consuelos religiosos, íbamos rumbo a una “era de la razón pura” (Comte, Weber, Habermas). Pero resulta que, apenas apagamos la última lámpara del altar, pronto corrimos a encender nuevas velas: apareció el karma, los cristales, las prácticas de «manifesting», el horóscopo y la “energía del universo”. Un popurrí espiritual que, aunque secular, mantiene esa necesidad humana de consagrar algo. Lo que Kierkegaard llamaría la “desesperación del yo que no soporta ser solo sí mismo”.
La «neosacralidad» es esa religiosidad ligera y sin compromiso. No exige ritual o transformación profunda: basta un cristal rosa que vibra o una frase motivacional mañanera. Y sí, es reconfortante, pero también es el resultado de esa hipótesis evolutiva que nos incita a encontrar agentes detrás de cada evento: si oyes un ruido, mejor imaginar una voluntad detrás que una simple corriente de aire.
Es más, como señala el fenómeno de la resacralización, no estamos regresando al pasado religioso, sino inventando nuevos mitos para desesperados modernos: personal trainers de espiritualidad, coaches que te enseñan a “manifestar” sin renunciar a nada, sin cambiar hábitos ni cuestionarse profundamente.
Barrett y otros estudiosos de la ciencia cognitiva de la religión sostienen que la creencia es casi inevitable: hay una predisposición cerebral para atribuir agente incluso donde no lo hay. Esto cubre desde ver intenciones ocultas en un temblor hasta escuchar el “susurro del universo” cuando uno practica manifesting. El HADD funciona incluso frente a coincidencias triviales
El peligro no está en creer, sino en creer sin conciencia: creer para justificar decisiones, calmar ansiedades o postergar lo importante. Nietzsche definió este hábito como parte de un “nihilismo pasivo”: buscar consuelo en lo superficial para huir de la carga de vivir a plenitud.
Despojadas de dogmas consistentes, estas espiritualidades quedan en vaguedades tipo: “elige la energía buena y nada malo te pasará”. Se olvidan de exigir valor, cambio y esfuerzo —que era lo que Nietzsche reclamaba después de la muerte de Dios: la entereza de vivir sin adornar la existencia con escapismos.
Somos animales que adoran, eso está detrás de siglos de religiones y leyendas. Hoy, en un mundo secular, seguimos necesitando sentido —solo que ahora lo encontramos en el cristalito rosa o la vibración energética. No es malo buscar propósito, pero sí lo es evadir la realidad: la vida sin filtros, sin opio espiritual, exige compromiso.
Aceptemos nuestra inclinación cognitiva, pero pongámosla al servicio de algo real: diálogo, comunidad, acción. Porque al final, lo que más nos sostiene no son dioses nuevos ni rituales improvisados: somos nosotros, con dignidad y la capacidad —y deber— de construir sentido de manera consciente.