Mario Vargas Llosa es, sin duda, uno de los titanes de la literatura latinoamericana. Nadie puede negar que su prosa elegante, su precisión narrativa y su mirada aguda sobre el poder, la corrupción y la libertad lo colocan en el panteón de los grandes. Ganador del Nobel en 2010, autor de joyas como La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral o La fiesta del Chivo, el peruano ha hecho lo que pocos: poner a temblar al poder con palabras.
Pero aquí viene el detalle incómodo: ¿qué pasa cuando el escritor que denunció las dictaduras termina abrazando figuras autoritarias? ¿Qué hacemos cuando el crítico implacable de los excesos del poder decide simpatizar con la ultraderecha europea o bendecir procesos electorales cuestionables?
Su genialidad literaria es tan grande como su viraje político es desconcertante. Vargas Llosa, que en los años 60 y 70 fue una voz progresista, defensor de la libertad y enemigo del totalitarismo, cambió de piel en los años 90. Su enfrentamiento con el fujimorismo lo llevó a abrazar el liberalismo económico, y con los años —y con una creciente aversión a los populismos de izquierda—, su brújula política se desajustó del todo.
En los últimos años, lo hemos visto apoyar candidaturas y gobiernos que contradicen su prédica sobre democracia y derechos humanos. Desde su respaldo a la derecha más radical en España, hasta su polémico apoyo a Keiko Fujimori en Perú (sí, la hija del dictador contra el que él mismo compitió en 1990), Vargas Llosa parece más obsesionado con impedir que la izquierda llegue al poder, sin importar los costos éticos.
“Lo importante no es que haya elecciones libres, sino que se vote bien”, dijo en 2021, provocando un sismo mediático. Una frase que no solo va contra todo principio democrático, sino que parece salida del manual de cualquier caudillo del siglo XX. ¿Qué le pasó a Mario?
Algunos lo justifican como un liberal coherente, preocupado por los excesos del populismo latinoamericano. Otros lo ven como un intelectual envejecido, desconectado de la realidad de los pueblos y cada vez más cómodo con las élites europeas.
Y es que Vargas Llosa ya no escribe desde América Latina, sino desde un pedestal europeo, entre academias, palacios y homenajes. Su visión del continente está atravesada por la distancia. Habla de libertad, pero se le nota la nostalgia por las formas clásicas del poder. Defiende el libre mercado, pero parece olvidar que en muchos países de nuestra región eso ha significado pobreza y desigualdad.
Eso sí, como narrador sigue siendo una bestia. Cuando uno lee La guerra del fin del mundo o El héroe discreto, queda claro que su talento sigue intacto. Pero también es cierto que un escritor no puede separarse de su tiempo, y que sus opiniones públicas tienen peso, sobre todo cuando las da alguien que ha moldeado la conciencia de generaciones.
Vargas Llosa fue, en muchos sentidos, una paradoja: el hombre que nos enseñó a desconfiar del poder, pero al parecer terminó enamorado de él. El que alzó la voz contra el autoritarismo, hoy le guiña el ojo. ¿Se puede separar al autor de su ideología? ¿Se puede leer a Vargas Llosa y al mismo tiempo criticar sus posturas?
La respuesta, quizá, está en sus propios libros. En Conversación en La Catedral se pregunta: “¿En qué momento se jodió el Perú?”. Quizá hoy habría que reformularla: ¿en qué momento se jodió Vargas Llosa?
Porque el genio literario sigue ahí. Pero el faro moral, ese parece haberse apagado hace rato.