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Opinión

La guerra

Isra Reyes
Isra Reyes
marzo 3, 2025

Parece que la humanidad tiene una relación tóxica con la guerra. Una relación que, por más que nos duela, no termina de romperse. Aquellos filósofos de la Ilustración, con su fe en la razón y el progreso, soñaron con un mundo donde la paz fuera la norma y no la excepción. Pero ¿qué pasó? El siglo XX llegó como un mazazo a esas esperanzas. Dos guerras mundiales, millones de muertos, genocidios, bombas atómicas y un montón de conflictos regionales que nos dejaron claro que, por más que avancemos tecnológicamente, seguimos siendo capaces de lo peor. Y aquí estamos, en pleno siglo XXI, con Ucrania en llamas, conflictos en África, tensiones en Asia y un montón de preguntas sin respuesta. ¿Por qué no aprendemos?

La guerra no es un invento moderno. Desde que el ser humano es ser humano, ha habido conflictos. Lo que cambia son las formas, las razones y las herramientas. En la antigüedad, eran espadas y escudos; hoy, son drones y misiles. Pero el fondo sigue siendo el mismo: el deseo de poder, de territorio, de recursos o, simplemente, de imponer una idea sobre otra. Steven Pinker, ese optimista empedernido, nos dice que, en términos generales, la violencia ha disminuido con el tiempo. Y puede que tenga razón, pero ¿de qué nos sirve esa estadística si seguimos viendo imágenes de ciudades destruidas y familias desplazadas? La guerra puede ser menos frecuente, pero cuando estalla, duele igual.

Pero no todas las guerras son iguales. Thomas Hobbes, ese filósofo pesimista, ya nos hablaba de las «guerras de doctrina» y las «guerras de adquisición». Hoy, tenemos de todo: guerras religiosas, como las que libra el Estado Islámico; guerras territoriales, como la de Israel y Palestina; y guerras internas, como las que sufren países como Sudán o Yemen. Y luego están las guerras que no llamamos guerras, pero que lo son: el narcotráfico en México, las pandillas en Centroamérica, el terrorismo en distintas partes del mundo. La guerra, como el ser humano, tiene mil caras.

La gran pregunta es: ¿por qué? Después de tanta muerte, tanta destrucción, ¿cómo es posible que no hayamos encontrado una manera de resolver nuestros conflictos sin recurrir a la violencia? Kant soñó con una «paz perpetua», pero esa idea parece más lejana que nunca. Montesquieu nos dijo que el comercio entre naciones podría ser un antídoto contra la guerra, y en parte tiene razón: es más difícil declararle la guerra a alguien con quien haces negocios. Pero ni el comercio ni la democracia han logrado erradicar la guerra. Y es que, en el fondo, la guerra no es solo un problema político o económico; es un problema humano. Mientras haya odio, ambición, miedo e intolerancia, habrá guerra.

Entonces, ¿estamos condenados a repetir los mismos errores? No necesariamente. La historia nos ha enseñado que, aunque la guerra parece inevitable, también lo es la capacidad humana para superar las adversidades. Hemos creado instituciones como la ONU, tratados internacionales, tribunales de justicia y mecanismos de mediación. No son perfectos, pero son un paso en la dirección correcta. La clave está en no perder la esperanza, pero tampoco bajar la guardia. Como dijo alguien alguna vez, la paz no es la ausencia de conflictos, sino la capacidad de resolverlos sin violencia.

Así que, mientras seguimos en este camino sin final hacia la paz perpetua, lo único que nos queda es seguir trabajando, seguir dialogando y, sobre todo, seguir recordando. Porque, como bien sabemos, aquellos que olvidan la historia están condenados a repetirla. Y ya hemos repetido lo suficiente.

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