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Opinión, Plumas

Entre la legitimidad y el riesgo

Fernando Urbano
Fernando Urbano
mayo 27, 2025

No soy, o mejor dicho, no estoy a favor de la reforma judicial que propone elegir a jueces y magistrados por voto popular. No es por desconfianza a la gente ni por una devoción inamovible al modelo actual, sino porque creo profundamente que la justicia no puede ni debe medirse con los mismos criterios que una contienda electoral. Elegir a quienes imparten justicia no puede convertirse en un espectáculo de popularidad o simpatías, como si se tratara de elegir al mejor orador o al más carismático. Ser juez es ser garante de la ley, no protagonista de campañas.

Dicho esto, también reconozco lo que sucede aquí, en Coahuila. Aquí, una gran cantidad de perfiles que aspiran a esos cargos judiciales son personas que conozco desde hace años, incluso desde la universidad, y a más de uno desde la preparatoria. Son abogados y abogadas con trayectorias sólidas, con formación jurídica de calidad, y con una ética profesional que he visto de cerca. Algunos son amigos, sí. Otros, colegas de caminos paralelos. Pero no es su cercanía personal lo que me lleva a hablar bien de ellos, sino el hecho de que al menos en esta región del país los perfiles judiciales que hoy se vislumbran como posibles candidatos no son improvisados y mucho menos oportunistas. Reconozco en el mismo sentido a contados aspirantes y grandes amigos que están en la misma situación en otros estados. 

En Coahuila, la profesionalización de los cuadros judiciales ha sido una constante en los últimos años. Las instituciones locales han logrado consolidar una base de operadores jurídicos bien preparados, técnicos y comprometidos con su función. No digo que sea un sistema perfecto, pero sí es un sistema que, en su mayoría, ha logrado blindarse frente a los intereses más oscuros que en otros lugares del país han contaminado a la justicia.

Y aquí es donde entra, inevitablemente, el contraste. Porque si bien en Coahuila puedo dar fe de perfiles íntegros, hay regiones del país donde lo que está ocurriendo raya en lo grotesco. No lo digo yo, lo dicen colectivos sociales, universidades, barras de abogados y periodistas independientes. Lo que están viendo es que en algunas entidades federativas los aspirantes a jueces o magistrados incluyen personas con vínculos documentados con el crimen organizado, representantes de organizaciones religiosas radicales, o perfiles impulsados por grupos políticos con intereses muy alejados de lo que debería ser la justicia.

Lo he dicho en más de una ocasión, el problema no es solo el modelo electoral en sí, sino su implementación sin salvaguardas mínimas. En teoría, el pueblo elige; en la práctica, el crimen también vota. Y donde hay vacíos institucionales, los poderes fácticos se organizan mejor y más rápido que cualquier sociedad civil.

Entiendo la necesidad de abrir el sistema judicial, de transparentarlo, de acercarlo a la ciudadanía. Estoy a favor de que se rinda cuentas, de que haya escrutinio público, de que los jueces no sean figuras inalcanzables detrás de una toga y un escritorio. Pero de ahí a someter su elección al voto directo, sin filtros rigurosos, sin control de antecedentes, sin evaluación técnica y ética previa, hay una enorme distancia. Y en esa distancia caben todos los riesgos.

Lo irónico es que mientras en algunos estados se abre la puerta al descontrol disfrazado de democracia, en lugares como Coahuila, donde sí hay perfiles con vocación de servicio y formación judicial sólida, el modelo podría resultar contraproducente. Porque someter a una contienda a quienes han construido su carrera con seriedad podría significar exponerlos a campañas sucias, linchamientos mediáticos o simplemente al desgaste de tener que convencer a un electorado que, legítimamente, no tiene por qué conocer a fondo el derecho procesal.

No se trata de cerrar la puerta al pueblo. Se trata de abrir las ventanas, sí, pero sin romper los muros que sostienen la justicia. Porque cuando la justicia se politiza, se convierte en rehén. Y cuando se vuelve rehén, pierde lo que más la define, su capacidad de ser imparcial.

Y que no se confunda mi postura con la nostalgia institucional. Es, más bien, un llamado prudente a cuidar lo más valioso que tiene una democracia, su capacidad de impartir justicia sin presiones, sin amenazas y sin votos que se compran, se temen o se deben.

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