Hay oficios que pesan más de lo que aparentan. No por el uniforme, ni por el escritorio, ni por la autoridad que otorgan, sino por la responsabilidad moral que conllevan. Ser empleado público, ese trabajo que a menudo se ve con recelo, como si fuera sinónimo de burocracia lenta, gordita con salsa y café recalentado, debería ser uno de los roles más nobles en una democracia. Pero no siempre lo es, y ahí está el problema.
Víctor Viñuales, un sociólogo español especializado en temas de sostenibilidad, desarrollo humano y cooperación internacional lanza una provocación vestida de decálogo extendido: 21 puntos que funcionan como brújula ética para quienes trabajan desde lo público.
El primer punto es un golpe directo: “La nómina te la pagan los ciudadanos”. Parece una obviedad, pero no lo es. En tiempos donde el desencanto con lo público se traduce en abstencionismo, apatía y discursos antipolítica, es necesario recordar que el salario de cualquier servidor no sale de una empresa privada, sino del esfuerzo colectivo. Ser leal a la ciudadanía, no al partido, no al jefe inmediato, no a la tradición corporativa, es lo mínimo.
El sistema actual no penaliza a los que no hacen su chamba ni recompensa a los que sí. Eso genera frustración en los buenos y acomodo en los malos. “La corrupción se combate con normas, pero también desde el propio comportamiento”, dice. Y no es frase suelta: en un país como México, donde la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG 2023) indica que el 87.9% de la población percibe actos de corrupción en los trámites públicos, la honestidad no es virtud, es urgencia.
Otro punto medular es la austeridad, no la del discurso político, sino la del día a día. “Gastar con mesura y ahorrar el dinero público es un objetivo a perseguir”, aunque eso contraríe la lógica de “ejecutar el presupuesto a toda costa”. No se trata de dejar de invertir, sino de hacerlo con inteligencia. En un país donde el gasto público representa alrededor del 25% del PIB, cada peso mal usado es un paso atrás en equidad social.
Ahora bien, el código no es solo una queja disfrazada. También es un mapa. ¿Qué hacer? Para empezar, reivindicar la función pública como una vocación. La OCDE, en su último informe sobre gobierno abierto, destaca que la confianza ciudadana aumenta cuando los empleados públicos muestran integridad, transparencia y cercanía. No es magia. Es coherencia.
Y hay que atreverse a innovar, aunque cueste. Porque sí, innovar en lo público es nadar contracorriente. La inercia es cómoda y los cambios duelen. Pero como bien apunta Viñuales, “una administración que promueve la colaboración multiplica las energías de la sociedad”. No es utopía, es lógica. Si el servidor público coopera con ONGs, empresas responsables, universidades y vecinos organizados, los problemas se resuelven más rápido y mejor.
Finalmente, hay un consejo que debería enmarcarse en cada oficina pública: sé amable. No es debilidad, es fortaleza. Un trato digno no solo humaniza el servicio, también fortalece el tejido social. Porque detrás de la ventanilla, del escritorio o del uniforme, hay otra persona. Y de este lado, quien paga impuestos, también.
El gran reto del servidor público del siglo XXI no es hacer más trámites. Es hacer un mejor país. Y eso empieza con algo tan sencillo (y tan revolucionario) como servir de verdad.