Lo recientemente aprobado por la Cámara de Diputados no es un simple ajuste legal ni una modificación técnica de una corporación de seguridad, es una alerta, una señal clara de que la militarización avanza disfrazada de institucionalidad. La reciente reforma a la Ley de la Guardia Nacional, impulsada por la presidenta Claudia Sheinbaum, y aprobada con el voto mayoritario del oficialismo y sus aliados, permite que los elementos de esta corporación no solo puedan contender por cargos de elección popular, sino que además traslada su mando directo a la Secretaría de la Defensa Nacional. Es decir, se formaliza lo que muchos ya sabíamos, la Guardia Nacional es, cada vez más, un brazo militar en funciones de seguridad pública, y ahora también un trampolín político.
No es un tema menor. Permitir que miembros activos o en licencia de una corporación de carácter militar, porque, seamos claros, aunque su origen se haya planteado como civil, su composición y operación son claramente militares, puedan contender por cargos públicos, representa una peligrosa fusión entre lo armado y lo político. Es la antesala de un escenario que ya hemos visto en otros países, y que hoy nos sirve como espejo, Venezuela.
El caso venezolano es aleccionador. Allá, la participación de militares en la vida política comenzó de forma aparentemente legal y hasta lógica. Se les permitió postularse, se les otorgaron funciones económicas estratégicas, se les integró en el aparato civil de gobierno, y poco a poco, sin que la población pudiera frenarlo, el poder quedó concentrado en una élite militar que hoy sostiene una dictadura disfrazada de democracia. Hoy en Venezuela, el Ejército no solo cuida las calles, cuida los votos, los recursos, las empresas del Estado y hasta las decisiones del Ejecutivo. El mando civil se convirtió en un adorno, y el poder, en una maquinaria difícil de desmontar. Todo empezó con una reforma legal, con un “no pasa nada”, con una supuesta intención de fortalecer al país.
Quienes vemos con preocupación esta reforma no lo hacemos por capricho ni por una visión ideológica contraria al Ejército. Reconozco la labor que las Fuerzas Armadas han tenido en momentos críticos de la historia del país. Pero el problema no es su existencia ni su profesionalismo. El problema es su uso político. El problema es que esta reforma abre una puerta que no tiene regreso, la posibilidad de que quien porta un uniforme pueda también portar una campaña electoral, una agenda partidista, una ambición de poder.
Además, hay otro punto igual de grave, la transferencia total de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional. Esto afianza la estructura castrense como eje de las labores de seguridad pública, algo que va en contra del espíritu constitucional que establece claramente que esta tarea debe ser civil. Lo que se nos prometió como una transición hacia una policía nacional moderna y civil, se ha convertido en un cuerpo militarizado, sostenido por el Ejército, y ahora también integrado al aparato electoral.
Se dice que esta reforma establece periodos de separación de cargo, 90 días para aspirar a una diputación, seis meses para buscar la presidencia. Pero estos plazos no resuelven el fondo del problema. Un militar que ha sido parte de la estructura de poder, con acceso a recursos, información privilegiada y respaldo institucional, no compite en igualdad de condiciones con un ciudadano común. Y cuando ese militar es respaldado además por un gobierno que ha normalizado su presencia en funciones civiles, la competencia es aún más desigual.
Estamos ante un proceso de militarización política que puede ser lento, sí, pero profundamente peligroso. La historia demuestra que una vez que los militares entran al poder civil, rara vez lo sueltan. Y cuando lo hacen, el costo para la democracia es alto, muy alto.
Es necesario que levantemos la voz no solo para señalar esta reforma como una regresión democrática, sino también para pedir reflexión. Quienes hoy están en el poder y ven esta medida como una oportunidad para consolidar su proyecto político, deben entender que no estarán ahí para siempre. Las herramientas que hoy les sirven, mañana pueden volverse en su contra. La democracia no se protege con soldados, se protege con instituciones sólidas, con contrapesos reales, con ciudadanos libres y con una política civil al servicio del pueblo, no al servicio de los cuarteles.