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Opinión

El fascismo del siglo XXI

Isra Reyes
Isra Reyes
marzo 10, 2025

El fascismo, como un espectro que se niega a desaparecer, vuelve a acechar en el imaginario político de nuestro tiempo. Pero no es el mismo fascismo de botas militares, discursos incendiarios y desfiles multitudinarios que marcó el siglo XX. No, este es un fascismo más sutil, más astuto, adaptado a las complejidades del mundo moderno, pero igual de peligroso. Alberto Toscano, en su libro Late Fascism, nos invita a reflexionar sobre cómo este fenómeno ha mutado y se ha infiltrado en las nuevas realidades del siglo XXI. Y lo hace con una pregunta incómoda pero necesaria: ¿qué nos autoriza a llamar «fascismo» a estos movimientos de extrema derecha que hoy proliferan en todo el mundo?

El fascismo clásico, ese que surgió en Europa entre las dos guerras mundiales, tenía una estética y una retórica muy particular. Era un movimiento de masas, con uniformes, desfiles y una obsesión por la pureza racial y nacional. Era, en palabras de Toscano, un proyecto que prometía un futuro, aunque fuera distópico. Hoy, sin embargo, el fascismo parece haber perdido esa grandilocuencia. Ya no hay desfiles multitudinarios ni promesas de un «hombre nuevo». En su lugar, encontramos una amalgama de grupos fragmentados, más preocupados por conservar privilegios que por construir un futuro glorioso.

La extrema derecha contemporánea no busca conquistar el mundo, sino proteger lo que considera suyo. Su lema no es «hagamos grande a X», sino «no dejes que te quiten lo que es tuyo». Es un fascismo que se alimenta del miedo al otro, del temor a perder estatus, privilegios o incluso identidad. Y lo hace con una retórica que, aunque menos grandilocuente, es igual de efectiva. Porque, al final, el fascismo siempre ha sido un movimiento que se nutre de las inseguridades y los resentimientos.

Esta nueva versión del fascismo no necesita utopías. Basta con el miedo. Miedo a perder el trabajo, miedo a que «los otros» te quiten lo que es tuyo, miedo a que el mundo cambie demasiado rápido. Y en ese sentido, es profundamente conservador. No quiere revoluciones, ni siquiera contrarrevoluciones. Solo quiere que todo siga igual, pero con más seguridad para unos pocos.

Este fenómeno se ve claramente en países como Estados Unidos, donde la extrema derecha aboga por un gobierno pequeño, pero al mismo tiempo exige medidas draconianas contra la inmigración o las minorías. Es una contradicción, pero una contradicción funcional. Porque al final, lo que importa no es la coherencia ideológica, sino la capacidad de movilizar el miedo y el resentimiento.

Aquí es donde las cosas se ponen más incómodas. Toscano sugiere que el auge de la extrema derecha es, en parte, una respuesta al fracaso de la izquierda. No es que la izquierda sea responsable directa del fascismo, pero su incapacidad para ofrecer una alternativa creíble ha dejado el campo abierto para que la extrema derecha gane terreno. Como decía Walter Benjamin, «todo fascismo es el resultado de una revolución fracasada». Y en ese sentido, la izquierda tiene una tarea urgente: no solo resistir al fascismo, sino ofrecer una visión de futuro que sea más atractiva que el miedo y el resentimiento.

Porque al final, el fascismo siempre ha sido un síntoma de algo más profundo: el miedo al cambio, la inseguridad frente al futuro, el resentimiento hacia el otro. Y la única manera de combatirlo es construyendo un mundo donde esos miedos y resentimientos no tengan cabida. Un mundo donde la solidaridad sea más fuerte que el miedo, donde la justicia sea más atractiva que el privilegio, y donde el futuro sea algo que se construye entre todos, no algo que se teme. Ese es el desafío de nuestra época. Y no podemos permitirnos fallar.

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