De vez en cuando se presenta el debate de que si China es capitalista, socialista o comunista. Lo interesante es ver que, desde las distintas versiones ideológicas, se defienden a capa y espada los fundamentos de algo que realmente ya no existe. ¿Y si China no es burguesa ni proletaria sino todo lo contrario?
¿Y si el marxismo se topó con una criatura para la que no tenía categoría? No una república de los trabajadores, pero tampoco una burguesía clásica al mando. Una especie de «Estado Frankenstein», cosido con partes socialistas y órganos capitalistas, con la burocracia como cerebro dirigente. ¿Estamos frente a un nuevo tipo de formación histórica, o simplemente ante una fase prolongada de degeneración postrevolucionaria?
Desde hace tiempo, China nos plantea una pregunta molesta, incómoda para cualquier manual leninista de bolsillo: ¿se puede gobernar con métodos socialistas una economía capitalista globalizada? O más aún: ¿puede haber un Estado no burgués en una economía en la que la acumulación de capital privado, el trabajo asalariado, la explotación y la competencia global son moneda corriente?
“El poder político, propiamente dicho, es el poder organizado de una clase para la opresión de otra”, decía Marx. Pero en China, esa “clase” que gobierna no es exactamente la burguesía tradicional, ni tampoco la clase trabajadora. Es una casta burocrática, nacida de un partido que hizo la revolución y luego la archivó bajo llave mientras pactaba con el capital. Un partido que, como en tiempos de la NEP rusa, se hizo cargo del “desarrollo” con una especie de pragmatismo confuciano: enriquecerse ya no es pecado, siempre y cuando el timón lo lleve el Partido.
¿Entonces qué es China? ¿Un “capitalismo de Estado con características chinas”? ¿Una dictadura de burócratas que se montaron al dragón del libre mercado? ¿Un experimento híbrido, transitorio, un punto de cruce entre lo que fue y lo que será?
La respuesta fácil —y tramposa— es decir que no cabe en ninguna categoría conocida, que estamos ante una “excepción”. Pero como bien dice la historia, las excepciones tienden a reproducirse. ¿Acaso no hubo también regímenes bonapartistas, populismos plebeyos, y Estados de “dualidad de poder” en América Latina y África en el siglo XX que escapaban a la dicotomía clásica entre república burguesa y dictadura proletaria?
Perry Anderson advertía que no todo cambio económico se traduce de inmediato en control político. Puede haber acumulación capitalista sin que la burguesía gobierne formalmente, si alguien más —militares, tecnócratas, burócratas— le guarda la silla. China es hoy ese caso. El partido le ha alquilado el país al capital privado, pero sin cederle las llaves del Estado.
Ahora bien, ¿es sostenible eso? ¿Puede existir un Estado capitalista sin burguesía en el poder? ¿O simplemente estamos en una larga transición hacia un régimen burgués “a la china”, con sus propios tiempos y sus propios rituales?
“Todo lo sólido se desvanece en el aire”, decía Marx sobre el capitalismo. Pero lo que estamos viendo con China es que incluso las categorías del marxismo pueden evaporarse si no se actualizan. El debate no es si China es socialista o capitalista, sino si puede existir un Estado estable y duradero que no sea ni una cosa ni la otra. Y eso, por ahora, sigue siendo un enigma.
¿Será entonces el momento de dejar de buscar purezas ideológicas y comenzar a leer las mutaciones reales del poder en el siglo XXI con nuevas herramientas? Porque si la izquierda no responde, lo harán los tecnócratas y los imperialistas, como ya lo están haciendo.