Cuando uno piensa en lo que significa ser estadounidense, inevitablemente se topa con una realidad que, aunque a veces se quiera olvidar, está profundamente arraigada en la historia, Estados Unidos es, ha sido y seguirá siendo un país de migrantes. No se trata solo de un dato histórico o una frase hecha. Es una verdad que se palpa en la cultura, la economía, la ciencia, el arte y, sobre todo, en los valores que fundaron la nación, libertad, igualdad de oportunidades y justicia para todos.
Sin embargo, en tiempos recientes, esta visión se ha visto empañada por políticas que, lejos de fortalecer el tejido social, lo han desgarrado. Durante la administración de Donald Trump, la política migratoria no solo se endureció, sino que tomó un giro preocupante, pasó de ser un tema de gestión fronteriza a convertirse en una plataforma ideológica donde la intolerancia y la división encontraron refugio.
Todo empezó desde 2017, el discurso oficial y las acciones concretas del gobierno estadounidense comenzaron a redefinir la forma en que se hablaba de los migrantes. Se pasó de reconocer su aporte al desarrollo del país a señalarlos como amenaza. El muro en la frontera con México, más que una barrera física, se convirtió en un símbolo de exclusión. Una promesa de campaña convertida en política de Estado que, más allá de su viabilidad técnica o su impacto presupuestal, fue una declaración clara, aquí no caben todos.
Y, sin embargo, la historia dice otra cosa.
La realidad es que Estados Unidos no sería lo que es sin la migración. Las grandes ciudades, desde Nueva York hasta San Francisco, fueron levantadas por manos que llegaron de otros países, italianos, irlandeses, chinos, alemanes, africanos, mexicanos y muchas otras nacionalidades. Cada una de ellas trajo consigo no solo fuerza de trabajo, sino también sueños, ideas, cultura, esperanza. Fueron los migrantes quienes cavaron los túneles del metro, construyeron los rascacielos, sembraron los campos, sirvieron en las guerras, fundaron empresas, innovaron en laboratorios, escribieron libros y enriquecieron con sabores y colores una nación entera.
En contraste con este legado, lo que vivimos bajo la administración Trump es un intento por despojar a la migración de su humanidad. Las políticas de separación de familias en la frontera, quizá uno de los episodios más oscuros de esa administración, pusieron en evidencia un enfoque que trató a las personas como números o amenazas, no como seres humanos que huyen de la pobreza, la violencia o la desesperanza con la esperanza de construir un mejor futuro.
Ver a niños separados de sus padres, encerrados en centros de detención, fue algo que conmocionó al mundo. No fue solo una falla en la política migratoria; fue una falla moral. Y en lugar de corregir el rumbo, el discurso oficial se mantuvo, el migrante era el otro, el que debía ser rechazado, deportado o silenciado.
Otro ejemplo fue el “Travel Ban”, que prohibió el ingreso a ciudadanos de varios países de mayoría musulmana. Esta medida, más que proteger al país, envió un mensaje devastador, que en nombre de la seguridad nacional se puede discriminar a pueblos enteros. Que se puede reducir a millones de personas a un estereotipo. Y lo más preocupante fue que ese tipo de decisiones encontraron eco en una parte significativa de la población, alimentada por discursos de miedo y por una narrativa que equiparaba diversidad con amenaza.
Todo esto ocurre en un país que se ha enorgullecido de ser la síntesis de una diversidad de culturas. Un país cuya Estatua de la Libertad recibe a los migrantes con un mensaje claro, “Dame tus cansados, tus pobres, tus masas apiñadas que anhelan respirar en libertad”. ¿Cómo reconciliar esa imagen con las políticas que se implementan en nombre del nacionalismo o la seguridad?.
Hoy, la situación es aún peor. Lo que queda claro es que la política migratoria de Trump no fue solo un conjunto de decisiones administrativas. Es una postura ideológica, una forma de entender al país desde la exclusión. Y aunque sus defensores alegan que se trata de “proteger a los estadounidenses”, lo cierto es que muchas de esas políticas causan más daño que protección. Dividen familias, estigmatizan comunidades, y alientan una retórica que resuena con eco en algunos sectores.
Sin embargo, la otra cara de la moneda también se hace presente. En respuesta a estas manifestaciones de intolerancia, han surgido movimientos ciudadanos que alzan la voz. Se organizan marchas, campañas de solidaridad, litigios judiciales y acciones comunitarias que defienden el valor de la diversidad. Porque, pese a todo, aún existe una parte de Estados Unidos que entiende que el país es más fuerte cuando es más plural. Que sabe que el progreso viene de sumar, no de excluir.
Los migrantes no son una carga. Son una oportunidad. Son la prueba viviente de que la esperanza puede cruzar desiertos, escalar muros, atravesar océanos y sobrevivir al rechazo. Y cuando llegan, no vienen con las manos vacías. Traen conocimientos, fuerza, cultura, ganas de salir adelante. No piden regalos, solo oportunidades. Y en eso, Estados Unidos ha sido históricamente un lugar único, capaz de acoger a quienes quieren construir.
Hoy, más que nunca, es necesario recordar que la grandeza de Estados Unidos no se ha forjado en el aislamiento, sino en la mezcla. Y que cada oleada migratoria ha dejado una huella imborrable, en la música, en la gastronomía, en los avances científicos, en los logros deportivos, en la economía y en la vida cotidiana.
Negar esto es negarse a entender de dónde surgió ese país. Es renunciar a la esencia de lo que significa ser estadounidense. Porque ser estadounidense no es un asunto de nacimiento, sino de valores. Es creer en la libertad, en el esfuerzo, en el mérito y en la comunidad. Y esos principios no tienen pasaporte; los traen consigo millones de migrantes que, día a día, trabajan por ese sueño.
En los últimos días, la administración de Donald Trump ha intensificado su ofensiva migratoria con medidas drásticas que están sacudiendo al país. Las autoridades han emitido órdenes de deportación para más de medio millón de personas amparadas en el programa de libertad condicional humanitaria para migrantes de Cuba, Haití, Nicaragua y Venezuela. Además, se han multiplicado las redadas en granjas de California, con arrestos masivos que han dejado sin trabajo a entre un 25 % y 45 % de los trabajadores del campo.
Ante este escenario, las comunidades migrantes han respondido con una ola de desobediencia civil digital y presencial. En California, colectivos migrantes han creado redes digitales para alertar y apoyar en tiempo real a trabajadores, activando una respuesta online que funciona como un sistema de alarma ciudadana.
En Los Ángeles y otras ciudades santuario, ha estallado el conflicto social, se han desplegado tropas de la Guardia Nacional y hasta marines para contener protestas que, en algunos casos, han derivado en enfrentamientos con la policía y uso de gases lacrimógenos.
Este endurecimiento no es casual. Responde a una visión de “remigración”, un término utilizado por Trump para describir la expulsión masiva que busca proyectar una imagen inquebrantable hacia su electorado, aun al costo de agudizar las tensiones sociales y económicas.
El reto hacia adelante no es menor. El país necesita una reforma migratoria integral, que sea justa, humana y funcional. Necesita políticas que protejan sus fronteras, sí, pero sin perder su alma. Necesita líderes que no se alimenten del miedo, sino de la esperanza. Y sobre todo, necesita una ciudadanía activa, capaz de defender los valores que realmente hicieron grande a esta nación.
La historia nos enseña que los muros no son eternos. Que los discursos de odio se derrumban cuando se enfrentan con la verdad de millones de historias de vida. Que ningún decreto puede borrar el aporte de generaciones de migrantes que, con sus manos, su mente y su corazón, han hecho de Estados Unidos lo que es hoy.
Y por eso, frente a las manifestaciones de intolerancia, frente al intento de borrar lo que nos hace diversos, es necesario reafirmar con firmeza, que Estados Unidos ha sido, es y seguirá siendo una nación de migrantes.