Hoy, la elección judicial ocupa un lugar decisivo en la consolidación de la participación ciudadana y la democracia en México. Su relevancia es, por momentos, subestimada; sin embargo, en ella se juega buena parte de la salud institucional de un país y, en consecuencia, la calidad de vida de sus ciudadanos.
Participar en la elección judicial no es un acto aislado o insignificante, es una declaración de principios. Es, sobre todo, una oportunidad cívica de ejercer soberanía sobre una de las funciones más delicadas y trascendentes del estado, la impartición de justicia. Cuando una ciudadanía decide acudir a las urnas para votar por quienes integrarán los tribunales, no sólo está eligiendo jueces; está trazando el perfil moral y jurídico del país. Está, también, diciendo algo sobre su compromiso con el presente y el futuro, y sobre su creencia en la democracia.
En contraste, cuando se elige no participar, por apatía, desinformación o desconfianza, se renuncia silenciosamente a esa posibilidad de incidir. Y esa renuncia, que puede parecer un gesto mínimo o un acto de protesta silenciosa, en realidad tiene un eco profundo. El abstencionismo es una señal preocupante de desconexión con las instituciones que nos protegen, con los procesos que nos definen y con las estructuras que garantizan los derechos que, día a día, ejercemos.
En este contexto, la baja participación en elecciones judiciales no puede ser vista como una simple estadística. Es una alarma que llama a la reflexión colectiva sobre el tipo de sociedad que estamos construyendo. No votar es ceder terreno. Es permitir, sin intención explícita, que otros, a menudo con intereses particulares o agendas ajenas al bien común, definan el rumbo del sistema de justicia. Y eso, en cualquier escenario democrático, representa una pérdida significativa.
La justicia, entendida como valor, es universal. Pero la justicia como sistema es profundamente humana, y por ende, vulnerable a fallas, presiones, interferencias o sesgos. De ahí la importancia de que su administración se someta, siempre que sea posible, al escrutinio y la participación directa de la ciudadanía. Elegir jueces mediante mecanismos democráticos no es solo un acto de civilidad; es una forma concreta de vigilar que el derecho se mantenga firme frente a las tentaciones del poder.
Algunos sectores han promovido recientemente la desmovilización electoral bajo argumentos que, si bien pueden sonar razonables, tienen implicaciones peligrosas. Invitar a la abstención con base en el enojo, la desconfianza o el desencanto, particularmente en un momento político donde el gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum enfrenta un escrutinio legítimo y natural, no solo desvirtúa el ejercicio democrático, sino que también alimenta un círculo vicioso de desapego institucional.
La crítica, por supuesto, es necesaria en toda democracia saludable. Pero hay una diferencia sustancial entre ejercer una crítica responsable y fomentar la indiferencia ciudadana. El revanchismo político, cuando se traslada a la esfera de la justicia, genera efectos secundarios no siempre evidentes, pero sí profundos, erosiona la legitimidad de las instituciones, desalienta el diálogo social y, lo más preocupante, minimiza el tejido que une a los ciudadanos con el estado.
La elección judicial no debe ser secuestrada por el debate partidista ni convertida en un campo de batalla ideológica. Por el contrario, debe preservarse como un espacio de unidad cívica, donde las diferencias se subordinan al propósito común de garantizar un sistema legal justo, transparente y autónomo. Elegir jueces no es, o no debería ser, un voto a favor o en contra de un gobierno. Es un voto a favor de la legalidad, del debido proceso, de los derechos humanos, de la equidad ante la ley.
Es cierto que el sistema judicial en muchos países ha enfrentado crisis de confianza. Pero esa misma realidad refuerza la urgencia de participar. Cuando la ciudadanía desconfía y se aleja, deja espacios vacíos que inevitablemente serán ocupados por actores menos interesados en la justicia y más orientados hacia intereses particulares. En cambio, cuando el pueblo se moviliza, cuando se informa, cuando ejerce su derecho al voto con responsabilidad y esperanza, el sistema se oxigena.
El estado de derecho, que tanto se menciona y a veces tan poco se comprende, comienza por la confianza entre instituciones y ciudadanos. Y esa confianza se cultiva en las urnas, se alimenta con participación y se robustece cuando la gente decide no ser espectadora, sino protagonista de su propio destino. Votar en una elección judicial no es simplemente marcar una boleta, es defender la libertad, la igualdad, el equilibrio de poderes, el derecho a disentir y la posibilidad de cambiar.
Cada voto representa una historia, una experiencia, una necesidad. Elegir a nuestros jueces, es para confiarles no sólo la interpretación de la ley, sino también la sensibilidad para comprender las realidades humanas que hay detrás de cada expediente. Por eso, no es exagerado afirmar que la elección judicial es una de las expresiones más elevadas de la democracia. No solo se trata de técnica jurídica; se trata de ética, de sensibilidad, de justicia social.
En una democracia madura, los ciudadanos no pueden delegar completamente su responsabilidad ni resignarse a la apatía. La participación ciudadana debe ser un valor que se promueva con afecto, con razonamiento y con convicción. Cada generación tiene el deber de fortalecer los cauces democráticos que heredó, y eso incluye, participar en todas las instancias donde se juega el rumbo de la nación.
Nuestro compromiso debe ser con el presente, pero también con el futuro. Con las personas que aún no tienen voz, con quienes serán juzgados mañana, con quienes esperan justicia hoy. La elección judicial no es una cita más en el calendario electoral, es una oportunidad irrepetible para afirmar, que creemos en el poder de la democracia, en la fuerza del derecho y en el valor insustituible de la participación ciudadana.
No es momento de callar ni de dudar. Es momento de acudir, de elegir, de hacer valer el derecho más poderoso que tiene un ciudadano, el de decidir, de manera libre y razonada, quién tendrá en sus manos la delicada y noble tarea de impartir justicia. Porque sin justicia, no hay paz. Y sin participación, no hay justicia.
Que nadie se quede fuera. Que todos cuenten. Que cada voto diga lo que somos y lo que aspiramos a ser. Ese es, al final del día, el verdadero sentido de la democracia.