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Editorial

El hombre que humanizó el papado

El Ahuizote
El Ahuizote
abril 28, 2025

En el corazón de Buenos Aires, entre calles llenas de tango, fútbol, fe y muchos contrastes, nació Jorge Mario Bergoglio, un hombre que, sin pretenderlo, cambiaría la historia contemporánea del catolicismo. Hijo de inmigrantes italianos, criado en un barrio obrero donde la vida se aprendía con trabajo, humildad y comunidad, Jorge Mario vivió de cerca el valor de la solidaridad y el peso de las desigualdades. Fue técnico químico antes que sacerdote, maestro antes que teólogo, y hombre de pueblo antes que figura eclesial. Su elección como Papa en marzo de 2013 no fue solo un cambio de rostro en el Vaticano; fue el inicio de una transformación espiritual, política y social de una de las instituciones más antiguas del mundo.

Nació el 17 de diciembre de 1936, fue el mayor de cinco hermanos. Su padre, Mario, trabajaba como contador en los ferrocarriles, y su madre, Regina, se dedicaba a la crianza de sus hijos. Desde joven, Bergoglio mostró un carácter firme pero silencioso, más inclinado a la escucha que al protagonismo. En su juventud enfermó gravemente de los pulmones y perdió parte de uno de ellos, una fragilidad que marcaría su vida con una conciencia de la temporalidad y del cuidado del cuerpo y el alma.

Su vocación religiosa surgió entre lecturas de literatura clásica y trabajo con los pobres. Ingresó a la Compañía de Jesús en 1958, convencido de que el compromiso con la justicia social debía ir de la mano con la espiritualidad. Fue ordenado sacerdote en 1969 y comenzó una carrera que lo llevaría por caminos de enseñanza, dirección espiritual y liderazgo, hasta convertirse en arzobispo de Buenos Aires en 1998.

Como arzobispo, vivió sin lujos. Tomaba el transporte público y visitaba los barrios donde los rostros de la fe no vestían sotana, sino piel curtida por la pobreza. Fue un pastor que caminaba entre su gente, ganándose el aprecio de muchos y también la incomodidad de algunos sectores eclesiásticos más rígidos.

Cuando en 2013 el humo blanco salió de la chimenea de la Capilla Sixtina, pocos imaginaban que el nuevo Papa sería latinoamericano y jesuita. Con la elección del nombre Francisco, en honor a San Francisco de Asís, dio una pista inequívoca de su programa pastoral, una Iglesia pobre para los pobres, y una institución más cercana al Evangelio que al poder.

Desde el primer momento, rompió con los protocolos. Rechazó el uso del trono papal, vivió en Domus Sanctae Marthae, conocida como la residencia de Santa Marta en vez del Palacio Apostólico, y pidió a los fieles que oraran por él antes de bendecirlos. Estos gestos no fueron sólo simbólicos, sino un claro mensaje de que la Iglesia debía volver a sus raíces, alejarse de la burocracia y la ostentación, y ponerse del lado de los más vulnerables.

Francisco será recordado por haber rehumanizado el papado. Su enfoque fue pastoral, más que doctrinal. Se centró en abrir las puertas, en lugar de levantar muros. Propuso un diálogo interreligioso sin precedentes, se reunió con líderes musulmanes, judíos y budistas, y enfatizó que el amor, y no la ideología, es lo que debía guiar la acción cristiana.

Su encíclica Laudato Si’, firmada en 2015, marcó un antes y un después al posicionar a la Iglesia como un actor clave en la lucha contra el cambio climático. Fue un llamado urgente a cuidar la “casa común” y denunciar el modelo económico extractivista que degrada al planeta y a las personas. Su visión de “ecología integral” enlazó justicia social y ambiental, colocando a los pobres como principales víctimas de la crisis ecológica.

Con Fratelli Tutti, la tercera encíclica del Papa, 2020, propuso una fraternidad universal como respuesta al individualismo creciente, al populismo, al nacionalismo excluyente y a las desigualdades. Llamó a construir puentes y no muros, a reconocer la dignidad de cada persona más allá de sus fronteras, creencias o estatus migratorio.

En lo político, fue un Papa incómodo para muchos. Denunció el capitalismo salvaje, señaló los abusos del socialismo, la corrupción, la cultura del descarte y el tráfico de armas. Recibió críticas por su cercanía con movimientos sociales y su apertura hacia temas como el rol de la mujer, el acompañamiento a personas LGBTIQ+ y la comunión a divorciados vueltos a casar. No cambió las normas, pero cambió el tono, y en la Iglesia, eso ya es revolución.

Francisco no solo transformó la Iglesia; inspiró a millones fuera de ella. Su figura fue reconocida por líderes políticos y sociales de todo el mundo, no por su poder institucional, sino por su coherencia. Visitó países en guerra, caminó entre migrantes, besó a los enfermos y abrazó a quienes vivían en las periferias del sistema. Su lenguaje fue sencillo, accesible, y profundamente humano.

Para América Latina, fue un espejo. Habló en su idioma, entendió sus dolores y contradicciones. Su origen latinoamericano no fue sólo geográfico, sino existencial, conocía la opresión, la fe popular, el drama de la desigualdad y la belleza de la resistencia. Dio voz a los sin voz y empujó a la Iglesia a mirar hacia abajo.

La muerte del Papa Francisco cierra una era que no será fácil de continuar. No solo por su liderazgo, sino por la audacia de sus gestos y la profundidad de su visión. Su partida plantea un gran desafío, ¿quién podrá tomar la estafeta de una Iglesia que, bajo su guía, comenzó a salir de sus muros para involucrarse con el mundo?

El proceso para elegir a su sucesor sigue el rito tradicional del cónclave, en el que los cardenales se reunirán en la Capilla Sixtina para deliberar y votar hasta alcanzar una mayoría de dos tercios respetando una tradición de casi 800 años para elegir a su próximo líder. Esta elección, sin embargo, no será una simple decisión entre conservadores y progresistas. El nuevo Papa deberá lidiar con una Iglesia fragmentada, con tensiones internas entre renovación y tradición, y con el peso de continuar o revertir los cambios de Francisco.

El Cónclave es, en esencia, un proceso democrático en el que los cardenales atraviesan numerosas instancias de votación hasta que surja un consenso claro sobre quién debe ser el nuevo papa. El proceso comienza con una misa especial por la mañana, después de la que los 135 cardenales en edad de votar se reúnen dentro de la Capilla Sixtina, sede de todos los cónclaves papales desde 1858. Tras esto, se escuchará el grito de «extra omnes« (todos afuera) y los cardenales, que prestaron juramento de secreto, serán encerrados en el Cónclave hasta que puedan elegir un sucesor.

Según las normas actuales de la Iglesia, sólo los cardenales menores de 80 años pueden emitir su voto. Durante todo este proceso, los cardenales estarán encerrados y no podrán tener contacto con el exterior ya que el mismo podría afectar su juicio a la hora de votar. Tampoco hay garantía de cuánto puede llegar a durar la votación y la misma puede extenderse por días, semanas e incluso, aunque mucho menos probable, durante años.

El colegio cardenalicio ha sido moldeado por el propio Bergoglio, más de dos tercios fueron nombrados por él. Esto podría influir en la elección de un sucesor que comparta su sensibilidad por los particulares problemas del mundo. Aun así, nada está escrito. Los cónclaves son espacios de discernimiento profundo, y la historia ha demostrado que nada está decidido, un viejo dicho de la Iglesia Católica sentencia que «el que entra al cónclave como papa, sale como cardenal«.

Francisco no fue perfecto. Fue criticado por no avanzar más rápido en reformas estructurales, por no actuar con más firmeza frente a casos de abuso, por mantener una ambigüedad calculada en ciertos temas. Pero su legado va más allá de los juicios inmediatos. Fue un Papa que humanizó la figura papal, que se atrevió a ser débil, y que mostró que el poder puede y debe ejercerse con cercanía. Fue un hombre que pidió perdón muchas veces, que eligió la misericordia, que habló con el corazón más que con los cánones. Dejó una Iglesia en movimiento, y una fe con rostro humano.

Ahora que ha partido, su memoria no quedará en bronce ni en vitrales, sino en los gestos cotidianos de quienes, inspirados por él, opten por caminar con las minorías, cuidar el planeta, tender la mano al otro y vivir la fe con sencillez y compasión. Francisco fue, ante todo, un testigo del amor. Y en tiempos donde reina el cinismo, eso ya es un milagro.

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