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Editorial

A un paso del abismo

El Ahuizote
El Ahuizote
junio 23, 2025

La humanidad ha aprendido, con sangre y ruinas, que la guerra no deja vencedores reales. Las cicatrices del siglo XX aún arden en la memoria colectiva, Hiroshima, Nagasaki, Auschwitz, Berlín en ruinas, los escombros de Stalingrado, los campos minados de Camboya, las guerras civiles africanas. Y, sin embargo, el mundo se encuentra nuevamente frente a una espiral de tensión global que, de no ser contenida con urgencia, puede derivar en una catástrofe de dimensiones impensables.

Desde la invasión de Rusia a Ucrania en febrero de 2022, el tablero geopolítico internacional se ha convertido en una partida tensa y peligrosa, con potencias nucleares como actores principales y miles de vidas humanas como fichas desechables. Este conflicto no es simplemente una disputa territorial o un enfrentamiento ideológico, es el síntoma de un sistema internacional que se resiste a ceder sus desequilibrios, que prioriza intereses estratégicos, económicos y energéticos por encima de la vida y la dignidad humanas.

Mientras tanto, en Medio Oriente, otro polvorín de dimensiones históricas ha vuelto a estallar con más fuerza. El choque entre Israel e Irán, con sus múltiples capas religiosas, territoriales y políticas, amenaza con desbordar no solo a la región, sino al mundo entero. La reciente escalada, que incluye ataques aéreos, drones, misiles balísticos y amenazas veladas entre ambos gobiernos, ha despertado el fantasma de una guerra regional con capacidad para internacionalizarse en cuestión de horas. No es exagerado decir que cualquier error de cálculo, cualquier provocación mal contenida o cualquier decisión precipitada puede ser el primer paso hacia una guerra de proporciones globales.

Este contexto se vuelve aún más inquietante cuando se consideran los actores que están involucrados directa o indirectamente en estos conflictos, Estados Unidos, Rusia, China, Irán, Israel, Corea del Norte. Todas potencias con capacidad nuclear, con ejércitos extensos, con agendas geopolíticas que muchas veces ignoran los clamores de paz de sus propios pueblos. ¿Cómo no sentir que estamos al borde del abismo? ¿Cómo no temer que el curso actual de los acontecimientos nos esté llevando a una tercera guerra mundial, no necesariamente como la imaginamos en los libros de historia, sino como una serie de crisis concatenadas que escalan hasta lo irreparable?

No se trata de caer en el alarmismo ni de exagerar la amenaza. Se trata, precisamente, de actuar antes de que lo improbable se vuelva inevitable.

En este punto, la responsabilidad recae de manera directa sobre los líderes del mundo. Pero no sólo sobre los jefes de Estado o comandantes militares, sino también sobre los organismos multilaterales que han sido concebidos para evitar, precisamente, que los conflictos lleguen al punto de no retorno. Naciones Unidas, la Unión Europea, la Liga Árabe, la OTAN, el G20, el Consejo de Seguridad, el G7, el BRICS, todas estas instancias tienen hoy la obligación moral y política de ejercer una diplomacia activa, creativa y efectiva. No podemos darnos el lujo de tener una comunidad internacional paralizada por la burocracia, las diferencias ideológicas o los intereses nacionales.

El derecho internacional, por imperfecto que sea, existe para brindar un marco de contención. Y aunque ha sido vulnerado en numerosas ocasiones, sigue siendo la herramienta más poderosa que tenemos para evitar que la ley del más fuerte sea la norma. Cada vez que una potencia decide actuar al margen de este marco, debilita al conjunto de la comunidad global. Y cada vez que la comunidad internacional se muestra indiferente, se convierte en cómplice pasiva de la violencia.

Sin embargo, tampoco es posible cargar toda la responsabilidad sobre los hombros de los diplomáticos y políticos. La sociedad civil tiene un papel crucial. Los medios de comunicación, las universidades, los líderes religiosos, las organizaciones humanitarias y, por supuesto, los ciudadanos de a pie, deben alzar la voz. En un mundo interconectado, la información y la presión social son herramientas poderosas. Las manifestaciones masivas contra la guerra en distintas partes del mundo, las cartas abiertas de científicos, artistas y académicos, y los movimientos por el desarme nuclear son muestras de que existe una conciencia colectiva que se rehúsa a aceptar la guerra como destino.

La guerra no es inevitable. La historia, si bien está marcada por conflictos, también está plagada de ejemplos de reconciliación. Europa, después de la Segunda Guerra Mundial, apostó por la integración antes que por la revancha. Alemania y Francia, enemigas acérrimas por siglos, hoy son aliadas fundamentales. Sudáfrica eligió la verdad y la reconciliación en vez del ajuste de cuentas. Incluso en Medio Oriente, ha habido intentos fallidos pero valientes de paz. Cada uno de esos esfuerzos fue resultado de decisiones políticas, sí, pero también de una voluntad social clara de no repetir los errores del pasado.

El riesgo nuclear es el límite absoluto. En un conflicto convencional, por más doloroso que sea, aún existen márgenes de control. Pero cuando el arsenal atómico entra en juego, las consecuencias superan cualquier escenario manejable. No hay una “guerra nuclear limitada”. No hay un “ganador” posible. Lo que hay es destrucción masiva, daños irreparables al planeta, y generaciones enteras condenadas a vivir bajo las secuelas físicas, ecológicas y psicológicas de una catástrofe global.

No podemos permitirnos esa ruta. No cuando tenemos la tecnología, el conocimiento y la experiencia para resolver conflictos por vías pacíficas. No cuando miles de millones de personas simplemente desean vivir en paz, trabajar, estudiar, formar familias y construir comunidades. No cuando lo que está en juego ya no es solo el destino de dos o tres países, sino el futuro mismo de la civilización.

Hay una responsabilidad ética en hablar claro. No se trata de defender posturas partidistas ni de justificar o condenar unilateralmente a uno u otro bando. Se trata de asumir que el mundo atraviesa una de sus encrucijadas más delicadas desde la Guerra Fría, y que solo una reacción global coherente, humana y comprometida puede evitar que esta crisis escale hasta el punto de quiebre.

La humanidad ya sabe lo que es la guerra total. Lo ha vivido. Lo ha llorado. Lo ha reconstruido con dificultad. La pregunta es si seremos capaces, esta vez, de aprender verdaderamente de nuestra historia. Porque si no somos capaces de actuar hoy, el mañana podría no darnos otra oportunidad.

La paz no es una consigna ingenua. Es la decisión más racional, más sensata y más urgente que puede tomar una especie que ha creado armas capaces de aniquilarse a sí misma. La paz no es ausencia de conflicto, sino la construcción diaria y colectiva de un mundo donde los desacuerdos no se resuelven con bombas, sino con palabras, acuerdos y respeto.

A un paso del abismo, es el momento de dar el giro. De elegir la vida. De apostar por la cordura. Porque si la guerra empieza, ya no habrá vuelta atrás. Y en esa nueva etapa oscura, no habrá ideología, religión ni poder que pueda justificar el silencio de quienes, sabiendo lo que estaba por venir, decidieron no hacer nada.

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