Si te dieran a elegir entre ser dueño de tus actos o admitir que tu inconsciente lleva el volante, ¿qué escogerías? Seguramente preferirías pensar que mandas tú, que cada pensamiento y decisión nace de un acto consciente, deliberado, maduro. Pero Sigmund Freud, ese médico vienés de barba espesa y mirada inquisitiva, vino a decirnos, hace más de un siglo, que no. Que somos, en buena medida, marionetas de impulsos que no conocemos.
Freud nació en 1856 en Freiberg, en el entonces Imperio Austrohúngaro, y murió exiliado en Londres en 1939, escapando del nazismo que arrasaba Europa. Entre esos dos puntos, dejó una obra que revolucionó —y escandalizó— a la sociedad occidental. Lo curioso es que, aunque muchos lo despachan hoy como «superado», buena parte de sus intuiciones siguen respirando en la cultura popular, en la psicología moderna y en nuestros conflictos cotidianos.
Piénsalo: ¿cuántas veces has sentido que haces algo que “no querías” hacer? Freud lo llamaba el lapsus, ese error revelador que asoma la verdad oculta. Una vez escribió: “Cuando hacemos un lapsus, es el inconsciente el que habla”. El famoso «acto fallido» —ese correo enviado al destinatario equivocado, esa palabra inoportuna que escapa de tu boca en el peor momento— no es un simple error. Es una confesión involuntaria.
Freud no se quedó ahí. Se atrevió a decir que el ser humano no es un ser racional vestido de buenas intenciones, sino un animal conflictivo, dividido entre deseos primitivos (el ello), normas internas (el superyó) y un pobre árbitro atrapado entre los dos (el yo). Esta estructura, que propuso en su segunda tópica en 1923, sigue siendo una de las maneras más poderosas de imaginar nuestra vida interior. No porque sea literalmente anatómica —como a veces se le critica—, sino porque captura una verdad incómoda: dentro de nosotros hay guerra.
Claro, también están las ideas más polémicas. Freud escandalizó a su época al poner el sexo en el centro de la vida psíquica. Sostenía que la energía sexual, o libido, no solo impulsaba el deseo físico, sino también la creatividad, la cultura, el arte. “El niño es un ser perverso-polimorfo”, se atrevió a escribir en Tres ensayos para una teoría sexual (1905), aludiendo a que la sexualidad empieza mucho antes de la pubertad. ¿Cuántos aún hoy se sentirían incómodos aceptando algo así?
No es menor el dato de que, cuando Freud publicó La interpretación de los sueños en 1900 —un libro que él consideraba su obra más importante—, apenas vendió unos pocos ejemplares en los primeros años. Fue un fracaso comercial. Pero plantó una semilla. Allí presentó otra de sus tesis esenciales: que los sueños son realizaciones disfrazadas de deseos reprimidos. En sus palabras: “El sueño es la vía regia hacia el inconsciente”. Cada imagen onírica, cada situación absurda que vivimos mientras dormimos, no sería casual: sería un mensaje cifrado.
Freud no era infalible. Tenía sus obsesiones, como la teoría de la seducción, que terminó abandonando para sostener que muchos traumas eran fantasías infantiles y no recuerdos verdaderos. Tampoco era un santo: su relación con sus discípulos fue muchas veces dictatorial (¡pobre Carl Jung, a quien vio casi como un hijo hasta que la ruptura fue inevitable!). Y sus teorías sobre la mujer, desde el famoso «envidia del pene», han sido duramente criticadas —con toda razón— por generaciones de feministas.
Pero si Freud hoy nos sigue importando no es por sus errores, sino porque puso nombre a algo que todos, en algún momento, intuimos: que no somos del todo dueños de nosotros mismos. Que la razón no es el capitán del barco, sino apenas un piloto que intenta navegar sobre aguas profundas, a veces oscuras, a veces peligrosas.
En 1930, Freud publicó El malestar en la cultura, un ensayo en el que expone quizás su diagnóstico más sombrío: la civilización es un sacrificio. Para vivir en sociedad, para ser parte de un orden común, debemos reprimir deseos individuales, sobre todo los agresivos y sexuales. Y esa represión genera culpa, neurosis, insatisfacción. «El precio que pagamos por la cultura es la pérdida de felicidad», escribió. ¿No sigue vigente esta angustia, esta tensión entre lo que queremos y lo que debemos?
Después de Freud vinieron los behavioristas, los neurocientíficos, los nuevos psicólogos que quisieron —y quieren— pasar página. Y, sin embargo, Freud nunca se fue del todo. Está en las películas que muestran conflictos inconscientes. En las series que escarban en traumas de infancia. En el lenguaje popular (“¿Será un tema freudiano?”). En nuestra sospecha de que soñar con caídas no es solo azar.
Quizá no necesitamos aceptar todo lo que Freud dijo. De hecho, sería un error. Pero tampoco deberíamos enterrarlo bajo una montaña de memes o citas sacadas de contexto. Freud, con todos sus excesos, nos legó una advertencia: cuidado, dentro de ti hay fuerzas que no ves. Y entenderlas, en lugar de negarlas, puede ser el primer paso para vivir de manera más libre.
¿Y si Freud tuviera razón?
¿Y si tus sueños, tus lapsus, tus olvidos, tus impulsos fueran pequeñas ventanas hacia ese mundo interior que tanto evitas mirar?
Quizá hoy, más que nunca, vale la pena asomarse.