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Cultura

Rufino Tamayo

El Ahuizote
El Ahuizote
junio 23, 2025

¿Has oído hablar de Rufino del Carmen Arellanes Tamayo? Puede que lo sepas solo como “Tamayo”, ese nombre cortito en grandes letras rojas del Museo Tamayo en Chapultepec. Pero detrás está la historia de un oaxaqueño rebelde, artista sin ataduras y maestro que reinventó el arte mexicano. ¿Quieres saber por qué su trabajo sigue vibrando hoy?

Si crees que el arte mexicano del siglo XX se reduce a murales políticos, figuras épicas y mensajes revolucionarios, prepárate para conocer al hombre que rompió las reglas sin dejar de ser 100% mexicano: Rufino Tamayo. Este oaxaqueño de sangre zapoteca no solo desafió a los gigantes del muralismo —Rivera, Siqueiros, Orozco—, sino que creó un universo donde el color gritaba más fuerte que cualquier discurso.

El origen

Tamayo nació en 1899, en un México convulso, pero mientras otros artistas se obsesionaban con la lucha de clases, él miraba hacia adentro: a los mercados llenos de frutas vibrantes, a los cielos rojos de atardeceres oaxaqueños, a las texturas de la tierra que pisaba. «A mí no me interesa pintar para educar al pueblo, sino para emocionarlo», decía. Y vaya que lo logró.

Mientras Diego Rivera pintaba campesinos con fusiles, Tamayo pintaba sandías que parecían explotar de jugo, lunas que sangraban, figuras que flotaban en espacios cósmicos. No era arte «apolítico», como lo acusaban sus críticos: era una revolución silenciosa, donde el mestizaje no era un slogan, sino una paleta de ocres, verdes y rojos que mezclaban lo prehispánico con lo vanguardista.

Desde niño, Rufino se mostró curioso e inquieto. Un amante de las historias, pasaba horas escuchando a los ancianos del pueblo contar leyendas y relatos históricos. Esta sed de conocimiento lo llevó a explorar el mundo más allá de su pequeño pueblo y a cuestionar la realidad que lo rodeaba. Como él mismo decía: “La ignorancia es una cárcel, y yo no tengo intenciones de quedarme encerrado en ella.”

El exilio que lo convirtió en leyenda

A medida que la vida de Rufino avanzaba, también lo hacía su compromiso con la justicia social. Se convirtió en un activista, luchando por los derechos de los trabajadores y los derechos humanos. Su voz resonaba en las reuniones comunitarias, donde desafiaba a los líderes locales a escuchar las preocupaciones de la gente y a actuar en consecuencia.

Pero, como en toda historia de lucha, no todo fue fácil. Rufino enfrentó resistencia y críticas. Algunos lo veían como un idealista, otros como un problemático. Sin embargo, él no se dejó amedrentar. En su mente, cada desafío era simplemente otra oportunidad para aprender y crecer. “Si no te critican, es porque no estás haciendo nada,” solía recordar a sus seguidores.

Los muralistas lo llamaron «traidor» por no sumarse a su causa, pero Tamayo, terco como un mezquite, se fue a Nueva York. Allí, lejos del ruido ideológico, descubrió el expresionismo abstracto y técnicas como el mixografía (una mezcla de grabado y relieve que inventó junto a su esposa, Olga). El mundo lo celebró: desde el MoMA hasta la Bienal de Venecia. Mientras tanto, en México, algunos seguían frunciendo el ceño.

El regreso del hijo pródigo 

La ironía es deliciosa: el artista que México no supo apreciar en su momento hoy tiene un museo icónico en la Ciudad de México, diseñado por Teodoro González de León, que parece flotar entre luces y sombras, igual que sus pinturas. Y aunque los muralistas siguen dominando los billetes de 500 pesos, Tamayo domina algo más valioso: el corazón del público joven, que ve en su obra una libertad que trasciende épocas.

Maestros, museos y legado

Rufino no solo pintó; también enseñó y promovió el arte. Fue profesor en San Carlos (1928), director en la SEP (1932) y enseñó en la Dalton School de Nueva York (1938). En 1981 fundó el Museo Tamayo Arte Contemporáneo en Chapultepec, aportando su colección mundialista para motivar el diálogo con el arte internacional. En Oaxaca fundó también un museo dedicado al arte prehispánico. Recibió premios como el Premio Nacional de Ciencias y Artes (1964), la Legión de Honor francesa (1957 y 1970) y reconocimientos de Estados Unidos e Italia.

Murió el 24 de junio de 1991, a los 91 años. Sus restos descansan en el museo de la CDMX que lleva su nombre

¿Por qué Tamayo importa hoy?

En una era donde el arte a menudo se reduce a hashtags y polémicas efímeras, Tamayo es un recordatorio de que la autenticidad no se negocia. No pintó para el gobierno, ni para los críticos, ni para las modas. Pintó como hablaba: con colores que son gritos, silencios que son versos.

Así que la próxima vez que veas una de sus sandías —esas que parecen iluminarse por dentro—, piensa que no es solo una fruta: es un México íntimo, universal y, sobre todo, irrepetible. Como él.

Tamayo dijo una vez: «El arte es peligroso. Si no es peligroso, no es arte». 

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