Hay nombres que no se apagan. Que, aunque pasen los años, siguen colgados en las paredes, en las serenatas, en la radio vieja de una abuela o en la playlist moderna de un chavo que no sabe si llorar o cantar. Pedro Infante Cruz es uno de esos nombres. No fue solo un actor. No fue solo un cantante. Fue —y sigue siendo— el reflejo más entrañable del México que fuimos, que somos y que, en el fondo, quisiéramos seguir siendo.
Nacido el 18 de noviembre de 1917 en Mazatlán, Sinaloa (aunque registrado en Guamúchil), Pedro era el hijo de Delfino Infante y Refugio Cruz, un humilde matrimonio sinaloense que nunca imaginó que uno de sus hijos terminaría en el altar patrio de la memoria nacional. Como muchos de su generación, Pedro no la tuvo fácil. Aprendió a ganarse la vida desde joven, primero como carpintero —de hecho, alguna vez dijo que si no cantaba, lo que más le gustaba era trabajar la madera— y luego como músico, tocando en fiestas, ferias y cualquier lugar donde hubiera alguien que lo quisiera oír.
Tenía esa voz cálida, de cantina y de cielo, que no se entrenaba en academias sino en la vida. Una voz que podía ser brava o llorona, alegre o resignada, pero que siempre llegaba al corazón. En 1939 se trasladó a la Ciudad de México, como tantos otros con sueños de grandeza. Y fue ahí donde, tras varios tropiezos y rechazos, encontró el micrófono que lo cambiaría todo: el de la XEW.
Pedro Infante no fue el primer galán del cine mexicano, pero sí fue el que logró algo casi imposible: que lo quisieran igual los ricos y los pobres, los hombres y las mujeres, los niños y los abuelos. Era guapo, sí. Pero también era simpático, humilde, dicharachero. El tipo que en una película podía echarse un palomazo con los mariachis, pelear por la dignidad de su madre o llorar por la traición de un amor. Y todo, sin dejar de parecer sincero.
Su carrera explotó en los años 40 y 50, justo cuando el cine mexicano vivía su época dorada. Trabajó con los mejores directores de la época —Ismael Rodríguez, Emilio «El Indio» Fernández, Roberto Gavaldón— y dejó una filmografía de más de 60 películas, entre las que destacan joyas como Nosotros los pobres (1948), Ustedes los ricos (1948), Pepe el Toro (1953), Tizoc (1957) y A toda máquina (1951).
¿Quién no recuerda aquella frase de Pepe el Toro gritando “¡Toritoooo!” en la escena más desgarradora del cine mexicano? ¿O ese duelo de risas y canciones con Luis Aguilar en A toda máquina? ¿O su inolvidable papel de indígena enamorado en Tizoc, que le valió el Oso de Plata a Mejor Actor en el Festival de Berlín en 1957?
Pedro era camaleónico. Podía ser un obrero, un charro, un mecánico, un cura, un soldado. Pero siempre era Pedro: el hombre que sufría, que amaba, que cantaba con el alma.
Si su carrera como actor fue legendaria, su voz es otra historia que merece una rocola aparte. Grabó más de 300 canciones: rancheras, boleros, huapangos, valses. Hizo suyas las canciones de Cuco Sánchez, José Alfredo Jiménez, Tomás Méndez. Y, a su manera, también les dio un poco de sí. Escuchar a Pedro Infante cantar Amorcito Corazón, Cien años, No volveré o Las mañanitas es una experiencia emocional. Es como si en cada frase te tomara del hombro y te dijera: “Te entiendo, compadre”.
“Pedro tenía el don de la autenticidad”, escribió alguna vez Carlos Monsiváis. “No interpretaba canciones: las vivía. Y por eso lo amaron tanto.”
Y luego, vino el final. Trágico, como suelen ser los finales de los grandes ídolos. El 15 de abril de 1957, Pedro Infante murió en un accidente aéreo en Mérida, Yucatán. Era su vuelo número 240 como piloto —una de sus grandes pasiones, junto con las motocicletas—, y nadie lo esperaba. La noticia fue tan brutal que, en varias casas, se veló una foto suya con veladoras, como si hubiera muerto un familiar.
La leyenda comenzó ese mismo día. Muchos se negaron —y aún se niegan— a creer que murió. Hay teorías de conspiración, rumores de que fingió su muerte y vivió escondido, imitadores que decían ser él. Pero más allá de las historias, lo cierto es que Pedro Infante nunca se fue.
Cada 15 de abril, su tumba en el Panteón Jardín se llena de flores, canciones y lágrimas. En Guamúchil, hay estatuas y festivales. En Mérida, donde cayó su avión, hay una placa que dice: “Aquí murió el ídolo, pero nació la leyenda”. En la Ciudad de México, una glorieta lleva su nombre, y su voz aún se escucha en plazas, taxis, cantinas.
Pero el verdadero homenaje ocurre en los rincones más íntimos. Cuando una madre pone su disco mientras cocina. Cuando un papá enseña a su hijo a cantar Copa tras copa. Cuando una pareja se abraza en una boda al son de Bésame mucho con su voz de fondo.
Pedro Infante no fue un santo, ni un superhéroe. Fue humano, como todos. Pero también fue algo más: fue una especie de espejo nacional. En él nos vimos alegres, sufridos, enamorados, luchones, tercos. Nos vimos mexicanos.
Y por eso, como decía Chavela Vargas: “Los grandes no mueren. Nomás se vuelven canción”.