Entre la tradición y la modernidad: el legado de Rufino Tamayo

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Rufino Tamayo nació en Oaxaca, en un entorno indígena zapoteca, lo que le permitió conectar con su herencia artística de manera natural, sin necesidad de reivindicarla ideológicamente. Fue un pintor prolífico que vivió hasta los 91 años, falleciendo en 1991 en la Ciudad de México. Desde joven, mostró una clara inclinación por el arte y el dibujo, y su familia siempre apoyó sus intereses, algo que no era común en aquellos tiempos para los jóvenes que aspiraban a ser artistas.

A los 16 años, Tamayo ingresó en la Academia de Bellas Artes de San Carlos para formarse profesionalmente. Sin embargo, su espíritu rebelde y su resistencia a la estricta disciplina de la academia lo llevaron a abandonar esos estudios rápidamente. En lugar de ello, se dedicó a explorar el arte popular mexicano y a sumergirse en el arte contemporáneo, sin preocuparse por perder su autenticidad.

En 1926, realizó su primera exposición pública, donde ya se podían apreciar algunas de las características distintivas de su obra. Su estilo evolucionó con el tiempo, pasando de un primitivismo de clara influencia indígena, visible en su famoso Autorretrato de 1931, a un enfoque más constructivista, como se puede ver en su obra Barquillo de fresa, pintada en 1938. Esta evolución también lo llevó a experimentar con el surrealismo.

Además de su carrera como pintor, Tamayo ocupó varios cargos administrativos y se dedicó a la enseñanza. En 1921, se convirtió en el jefe del Departamento de Dibujo Etnográfico del Museo Nacional de Arqueología de México, lo que algunos críticos consideran un momento clave en su apreciación de las raíces del arte mexicano. Gracias al éxito de su primera exposición, fue invitado a mostrar sus obras en el Art Center de Nueva York. Posteriormente, en 1928, se desempeñó como profesor en la Escuela Nacional de Bellas Artes y, en 1932, fue nombrado director del Departamento de Artes Plásticas de la Secretaría de Educación Pública.

En 1938, Rufino Tamayo recibió una oferta para enseñar en la Dalton School of Art en Nueva York, una ciudad en la que se quedaría casi dos décadas y que marcaría un antes y un después en su carrera artística. Durante su estancia allí, el pintor concluyó su etapa formativa y comenzó a alejarse de su interés por el arte europeo. Este cambio lo llevó a desarrollar un estilo único y personal, donde su lenguaje plástico se definió por un rigor estético, una técnica impecable y una imaginación capaz de transformar los objetos. Tamayo se inspiró en la cultura prehispánica y el simbolismo del arte precolombino, dando vida a una profunda poesía visual que reflejaba su visión del mundo.

Un año después de asumir la dirección del Departamento de Artes Plásticas, Tamayo realizó su primer mural, encargado por el Conservatorio Nacional de México. En esta obra, rompió con los estilos y mensajes políticos que caracterizaban a los muralistas como Diego Rivera y José Clemente Orozco. Su mural se alejó de la grandilocuencia y los mensajes revolucionarios, lo que generó una tensión con “los tres grandes”. Aunque algunos lo acusaron de ser apolítico, él nunca dudó en expresar que consideraba que la escuela mexicana de pintura mural estaba en declive tras su apogeo en los años veinte.

La propuesta mural de Tamayo seguía caminos innovadores, rechazando las formas más superficiales y folclóricas de la cultura mexicana. A través de su arte, buscaba plasmar sus raíces indígenas y conexiones con la América prehispánica, explorando equivalencias poéticas más sutiles. A pesar de su larga estancia en el extranjero, que duró casi treinta años, regresaba a México para realizar murales, a menudo porque otros artistas no podían asumir esos encargos.

Sin embargo, su obra más significativa se encuentra en la pintura de caballete. Tamayo fue uno de los pocos artistas latinoamericanos que cultivó la naturaleza muerta, representando objetos y figuras pintorescas con un simbolismo profundo y una estética experimental. Aunque esto lo alejaba de la popularidad, lo consagró como uno de los grandes exponentes de la pintura mexicana en la segunda mitad del siglo XX.

A la edad de 37 años, cuando asistió al Congreso Internacional de Artistas en Nueva York, recibió su primer homenaje, que lo llevó a convertirse en profesor de pintura en la Dalton School. Su reconocimiento internacional se consolidó en la década de 1950, cuando la Bienal de Venecia inauguró una Sala Tamayo y obtuvo el Primer Premio en la Bienal de São Paulo en 1953, junto al artista francés Alfred Mannesier.

Con la llegada de 1938, Rufino Tamayo entró en una etapa dorada en su vida y carrera artística. Comenzaron a llegarle numerosos encargos, y se sumergió en la producción de frescos tanto en México como en el extranjero. Su primer gran fresco en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México se realizó en 1952, y a partir de ahí, sus obras comenzaron a florecer en diversos países. Uno de sus murales más destacados, titulado América, se completó en 1956 en Houston, mientras que en 1953 creó El Hombre para el Dallas Museum of Cine Arts. En 1957, realizó el mural Prometeo para la biblioteca de la Universidad de Puerto Rico, y al año siguiente, recibió un cálido homenaje en Europa al crear un monumental fresco para el Palacio de la UNESCO en París.

Este reconocimiento internacional se vio respaldado por una serie de premios y nombramientos en instituciones artísticas de todo el mundo. En 1961, fue elegido para formar parte de la Academia de Artes y Letras de Estados Unidos, y en 1959, se convirtió en Miembro Correspondiente de la Academia de Artes de Buenos Aires. Sin embargo, el galardón que más valoró fue el que recibió en 1957, cuando fue nombrado Caballero de la Legión de Honor en Francia, un título que consideraba un gran honor, dado que Francia había sido la cuna del arte de vanguardia.

En 1963, Tamayo realizó dos murales para el barco Shalom, titulado Israel Ayer e Israel Hoy, reflejando sus amistosas y a veces controvertidas relaciones con el Estado de Israel, al que apoyó durante su conflicto con los países árabes. Esto explica por qué varios museos israelíes, especialmente en Jerusalén y Tel Aviv, albergan numerosas obras suyas. A pesar de su larga carrera en el extranjero, su arte se ha expuesto en todo el mundo y forma parte de importantes colecciones internacionales. Las numerosas distinciones y exposiciones individuales en ciudades como Nueva York, San Francisco, Buenos Aires y París elevaron su estatus en el mundo del arte, alcanzando precios astronómicos en el mercado durante las décadas de los ochenta y noventa.

Al comenzar la década de los sesenta, Tamayo regresó a México, donde su obra reflejaba la madurez de un artista que había absorbido diversas influencias estéticas e intelectuales, fusionándolas en una personalidad artística única. Aunque se consideraba “el eterno inconforme” con la pintura mexicana, su trabajo es un crisol que amalgama las tradiciones más vivas de su país con innovaciones estéticas, creando una síntesis poderosa y expresiva.

No obstante, la parte más significativa de su legado se encuentra en su pintura de caballete, que continuó creando hasta poco antes de su muerte. Entre sus obras más notables están Hippy en blanco (1972) y Dos mujeres (1981). Su interés por el arte precolombino se materializó en 1974 con la inauguración del Museo de Arte Prehispánico Rufino Tamayo en Oaxaca, donde donó una colección de 1300 piezas arqueológicas.

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