Hablar de Adolfo López Mateos es recordar una etapa en la que México parecía entrar con paso firme a la modernidad. Era la década de los sesenta, y el país vivía ese espejismo de desarrollo económico conocido como el “milagro mexicano”. López Mateos, un político carismático, culto, de verbo cuidado y sonrisa persuasiva, fue presidente entre 1958 y 1964. Su legado está lleno de luces y sombras, de gestos de estadista y contradicciones personales, de avances sociales y de un estilo de gobierno que anunciaba tanto el progreso como el autoritarismo que vendría después.
Nació en Atizapán de Zaragoza, Estado de México, en 1909. Huérfano de padre a los tres años, estudió Derecho en la Universidad Nacional, donde se destacó por su oratoria. Tenía una personalidad seductora, con gran facilidad para conectar con las masas. La anécdota cuenta que en sus discursos improvisados, la gente lo escuchaba embelesada, como si cada palabra llevara un compromiso personal. Y es que López Mateos entendía bien el poder de la palabra: sabía que en México, la política se jugaba no solo en los pactos de élite, sino también en la construcción de un relato.
Su gobierno apostó por dos grandes frentes: la justicia social y la modernización cultural. Nacionalizó la industria eléctrica en 1960, con el argumento de que la soberanía energética era indispensable para el desarrollo. El acto fue celebrado como un triunfo de independencia frente al capital extranjero. También consolidó el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE) y el reparto de libros de texto gratuitos, que marcaron a generaciones de niños mexicanos. ¿Quién no recuerda esas portadas coloridas con imágenes de identidad nacional? Ese proyecto de educación pública no fue solo un gesto; fue una estrategia para construir cohesión social.
Pero López Mateos no se limitó a lo social. Tenía una visión cultural amplia. Impulsó el Museo Nacional de Antropología, inaugurado en 1964, que aún hoy sigue siendo un emblema de la identidad mexicana. Bajo su sexenio se promovió el arte, el muralismo, la arqueología, y se reforzó la idea de que México debía exhibirse al mundo no solo como un país emergente en lo económico, sino como una potencia cultural.
En política exterior, jugó un papel fino: mantuvo la relación con Estados Unidos sin someterse del todo, apoyó los procesos de descolonización en África y Asia, y dio asilo a perseguidos políticos de América Latina y España. La famosa “doctrina de la autodeterminación” se fortaleció en su sexenio. Al mismo tiempo, México guardaba silencio ante conflictos internos, como la represión obrera y campesina. Ese doble juego es parte de la contradicción de López Mateos: la voz progresista en lo internacional, el puño firme en lo doméstico.
Porque no hay que idealizar. Su administración también fue escenario de episodios oscuros. La represión a movimientos ferrocarrileros, magisteriales y médicos mostró que el gobierno estaba dispuesto a sofocar la disidencia a sangre y cárcel. El propio López Mateos lo admitió: “No toleraremos huelgas que afecten el interés nacional”. Con esas palabras, justificó la dureza contra líderes como Demetrio Vallejo y Valentín Campa, quienes pasaron años en prisión.
En lo personal, era un hombre complejo. Refinado, cercano a los intelectuales, buen lector y amante de la poesía. Pero también pragmático, con un estilo de vida de lujo que contrastaba con sus discursos de justicia social. Su salud se deterioró pronto; tras dejar la presidencia, sufrió una enfermedad cerebral degenerativa que lo dejó en silla de ruedas hasta su muerte en 1969. El político de la sonrisa cautivadora se apagó en la intimidad, incapaz de hablar, prisionero de su propio cuerpo.
Al mirar su legado, uno no puede dejar de preguntarse: ¿qué representó López Mateos para México? Fue, en muchos sentidos, el presidente del entusiasmo social. Su sexenio encarnó la promesa de un país que creía en la educación, en la soberanía energética, en la cultura como bandera. Pero también dejó huellas del autoritarismo que el PRI perfeccionaría después. Era un gobernante que supo hablar de democracia mientras encarcelaba opositores, que impulsó museos y libros gratuitos mientras sus cárceles albergaban a obreros y maestros.
Su figura sigue siendo recordada con cierta nostalgia. Para algunos, fue el presidente que dio identidad y cohesión a una generación. Para otros, fue simplemente otro capítulo del largo régimen priista, con sus luces vistosas y sus sombras prolongadas.
Lo cierto es que Adolfo López Mateos encarna esa paradoja mexicana: un país capaz de mirar hacia adelante con proyectos ambiciosos, pero también incapaz de reconciliar el poder con la disidencia. Fue el mandatario que nos regaló libros, museos y energía nacionalizada, pero también el que mostró que en México la sonrisa del poder puede ocultar el garrote de la represión.
Al final, su sexenio es un reflejo —no de metáforas, sino de realidades—: progreso y control, cultura y represión, modernidad y autoritarismo. Así fue López Mateos. Así fue México en los sesenta.
Hoy, a más de medio siglo de su muerte, las palabras y las contradicciones de López Mateos siguen resonando. Vivimos en un país donde la soberanía energética vuelve a ser tema, donde la educación pública enfrenta nuevos retos y donde la justicia social aún se discute entre promesas y realidades. Recordarlo no es un acto de nostalgia, sino una advertencia: México no puede conformarse con discursos brillantes ni con gestos simbólicos. Necesitamos gobernantes que defiendan el peso como un perro, sí, pero también la justicia como un deber, la educación como un derecho y la democracia como una convicción, no como un disfraz.
Porque si algo nos enseña la historia de Adolfo López Mateos es que el progreso sin libertad siempre se queda a medias. Y México ya no puede darse el lujo de quedarse a medias.





