<strong>Ophiocordyceps unilaterales</strong>

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El reino fungi no es en ninguna medida menos interesante que cualquier otro definido y estudiado por la biología, en sus más de 144,000 especies descritas hasta ahora encierra a muchas de las más fascinantes del planeta. El ser vivo más grande del planeta, el Hongo de Miel, mide más de 965 hectáreas y ha vivido cuando menos 2,400 años, más o menos cuando nació Aristóteles. En este reino se cuentan también manjares sublimes, comunes y asequibles como el champiñón o el huitlacoche, hasta las lujosas trufas. 

Me gusta pensar que el gusto por los hongos llegó a mi generación (y a las subsecuentes) al igual que al resto de occidente gracias al intercambio cultural con Asia, sólo que, en distintos momentos, a saber, el primero por las migraciones a Grecia y luego de la cultura helena a la romana. El segundo cuando los intercambios de exploradores como Marco Polo llevaron recetas y especies nuevas a Europa. Y el tercero gracias a Mario Bross, con él aprendimos que hay hongos buenos y malos, que nos hacen crecer, dar vida o dañarnos, también que hay hongos tan grandes como árboles y por qué no, hongos que nos ayudan a ver la vida de otra manera con un dejo de sabiduría oculta. 

Volverse adulto no significa alejarse de los videojuegos, pero sí que tus iguales dejen de preguntarte por tus especies favoritas, así que respondo sin ser cuestionado; mi hongo favorito no es Toad ni Goomba. Existe un hongo extraordinario y que supera cualquier planteamiento de historia ficticia de terror. Me sorprende más su existencia constatable que cualquier hipótesis verosímil de vida extraterrestre. Se trata del Ophiocordyceps unilaterales, más conocido como “el hongo zombi”. Aclarando que no soy biólogo y que recomiendo otras fuentes para quien quiera conocerlo mejor, describo el mecanismo parásito que tiene este hongo para subsistir. Todo inicia cuando alguna de las esporas de este hongo cae sobre una hormiga, comienza a crecer filtrándose entre el exoesqueleto y a alimentarse de los órganos de su hospedero. La evolución del hongo lo ha llevado a un sofisticado mecanismo donde sólo consume los órganos no vitales y logra producir las necesidades combinadas de luz y humedad necesarias para que la hormiga suba a lo alto de un árbol y una vez ahí, como última orden, muerda alguna rama u hoja para fijar su invadido cuerpo. Posteriormente el ophiocordyceps consume el resto de los órganos y termina con la infortunada pseudovida del insecto. Es entonces cuando los micelios rompen el exoesqueleto revelando la causa de muerte. Unos se adhieren a la planta y otros más se preparan para soltar desde lo alto esporas reproductoras y repetir el tétrico ciclo. 

Hablo de esta cautivadora especie porque su mecanismo de manipulación es espejo a la manera en que la política populista se mantiene, y porque el ser humano aprende en función de lo anteriormente aprendido. Los mensajes incendiarios y emocionales con que permean las ahora mal llamadas izquierdas entre la sociedad son esparcidos como esporas de hongo, sobre una población objetivo, pero sin saber en dónde harán blanco. Cuando los mensajes entran en un individuo suelen carcomer sus ideas y crecer en forma de ideologías. Posteriormente entra el control político, al igual que el ophiocordyceps crea en sus víctimas (ya sean gobernados o manipulador por ideas) las presuntas necesidades para dirigir la conducta del elector hacia donde conviene al sistema. Mediante el enojo, la ceguera racional suplantada por el pensamiento emotivo, y las demás necesidades de la clase trabajadora son suficientes para volver zombis a sus simpatizantes. 

La lección a la oposición al populismo es entonces trabajar contra las esporas, los mensajes, porque difícilmente exorcizarán de estas ideas a quien cree que son suya y que siguiéndolas actúa en dirección a su mayor bien.  

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