Por Israel Reyes
La semana pasada por fin, el exdictador y genocida del Perú, Alberto Kenya Fujimori Inomoto, hizo su mayor contribución a la humanidad. Y fue un 11 de septiembre, caray, fecha de la muerte de Salvador Allende, del suceso de las Torres Gemelas, ah y la muerte de otro peruano reconocido: Abimael Guzmán, líder del Sendero Luminoso.
Falleció a los 86 años, vaya cómo duran esta clase de personas. Su carisma y sus decisiones, que a menudo fueron autoritarias, han generado una profunda división en la sociedad peruana desde su llegada a la política en 1990. Fujimori emergió como candidato respaldado por el movimiento Cambio-90, en un contexto de crisis para la izquierda, desconfianza hacia el Partido Aprista y la expectativa de una victoria de la derecha, que apoyaba al Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa.
Antes de convertirse en presidente, Fujimori era rector de la Universidad Agraria de Lima y encarnaba el perfil de un outsider en la política, es decir, alguien sin experiencia previa en el ámbito político o en la administración pública. A través de la creación de un nuevo partido, logró convertirse en una figura importante, alejándose del sistema de partidos tradicionales. En las elecciones presidenciales del 8 de abril de 1990, Fujimori quedó en segundo lugar tras Vargas Llosa, pero en la segunda vuelta, el 10 de junio, logró la victoria y asumió la presidencia de la República.
Durante su mandato, el Congreso le otorgó a Fujimori poderes extraordinarios para enfrentar la hiperinflación que asolaba la economía. Esto le permitió aprobar numerosos decretos de emergencia relacionados con temas económicos y de seguridad. Al mismo tiempo, la amenaza de Sendero Luminoso, el principal grupo insurgente en el conflicto armado interno de Perú (1980-2000), se intensificaba con constantes actos de violencia. En respuesta a esta situación, Fujimori disolvió el Congreso el 5 de abril de 1992, llevando a cabo un autogolpe de Estado que le garantizó permanecer en el poder hasta el año 2000.
Durante su presidencia, también se registraron numerosas violaciones a los derechos humanos. La época estuvo marcada por asesinatos, masacres, ejecuciones extrajudiciales y torturas, actividades que ya eran frecuentes en los gobiernos de Fernando Belaúnde y Alan García. Fujimori, junto a su asesor Vladimiro Montesinos, formó grupos paramilitares dentro de las fuerzas armadas y policiales, como el Grupo Colina, responsable de actos atroces como las masacres de Barrios Altos y La Cantuta. En 2009, la Corte Suprema condenó a Fujimori a 25 años de prisión por estos crímenes.
Sin embargo, no cumplió ni la mitad de su condena. El 6 de diciembre de 2023, el Tribunal Constitucional peruano anuló su condena por razones humanitarias, ignorando resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y compromisos internacionales relacionados con la protección de los derechos humanos.
La liberación de Fujimori ha reavivado el debate entre justicia e impunidad en Perú, un país que ha lidiado con este dilema durante más de dos décadas, especialmente tras un conflicto armado que dejó más de 70,000 víctimas y 20,000 desaparecidos. Además, esta decisión ha abierto viejas heridas para muchas familias que han estado buscando justicia y verdad durante años.
La muerte de Alberto Fujimori ha dejado una marca profunda en la sociedad peruana. Mientras algunos despistados lo recordarán con cariño, otros lamentan la impunidad que ha caracterizado su legado y la persistencia de redes de corrupción que continúan influyendo en el país.