Por Israel Reyes
Uno de los factores que ha contribuido de manera significativa a la polarización en la que vivimos es el uso de un lenguaje agresivo. Llamar fascistas a políticos elegidos democráticamente, que hasta ahora no han implementado un programa totalitario o autoritario, es tan inapropiado como llamar bolcheviques a los líderes del Partido del Trabajo (PT). Eduardo Verastegui no es Mussolini, ni Andrés Manuel es Hugo Chávez. Tampoco son iguales, ya que cada uno enfatiza derechos específicos. Hasta que no pongan a sus países en una deriva autocrática, recortando las libertades constitucionales fundamentales y socavando los derechos humanos, no podemos calificarlos de antidemocráticos o dictatoriales.
Es cierto que hay un número creciente de ciudadanos que considera que sus adversarios políticos son enemigos que quieren destruir nuestro país. Sin embargo, usar el término fascista para referirse a los partidos de derecha radical o extrema derecha es un doble error. En primer lugar, desde una perspectiva moral, es arrogante pensar que podemos etiquetar a alguien como fascista cuando ellos mismos no se consideran así. Por humildad, debemos confiar en que, tal como lo declaran públicamente sus líderes, no aspiran a establecer un régimen fascista o autoritario. Es posible que estén ocultando un programa para eliminar la democracia y volver al fascismo del pasado, pero parece más plausible pensar que su “blanqueamiento” se debe al interés de mantenerse en el poder y obtener el respaldo o la tolerancia de las autoridades, que ya tienen experiencia en derrocar gobiernos de derecha disidentes.
En segundo lugar, desde un punto de vista utilitario, llamarles fascistas es la peor estrategia para frenar el auge de la extrema derecha. Estas agrupaciones se alimentan del conflicto. Si otros partidos y los medios de comunicación se involucran en una guerra de insultos, la ultraderecha siempre sale ganando, ya que se presentan ante el electorado como los políticos discriminados, los únicos que dicen la verdad y a quienes los demás intentan silenciar.
Entonces, la pregunta es por qué persistimos en llamarles fascistas. Creo que la explicación no radica tanto en la naturaleza compleja y multidimensional de la derecha radical, sino en que la etiqueta fascista no busca un análisis serio, sino que es utilizada por analistas frívolos que prefieren señalar con el dedo al contrario en lugar de entablar un diálogo con él.
Este es el problema fundamental: no queremos reducir la distancia política, incluso el abismo, que nos separa de nuestros adversarios, sino más bien señalar con claridad, para que todos lo escuchen, que ellos están muy distantes. Superar esto implica reconocer que el verdadero enemigo no es el rival político, sino nuestro propio ego. Un primer paso es acercarnos de manera amigable a ese rival, es decir, tener una actitud afectuosa o de inclinación hacia esa persona, según la definición de la Real Academia Española. Hacer amigo al fascista (o al comunista). O al menos intentarlo.