El síntoma de un mundo roto

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Por Israel Reyes 

El contexto no puede ignorarse. Estados Unidos, uno de los países más ricos del mundo, también es hogar de un sistema de salud que deja a millones en la incertidumbre financiera. Las aseguradoras, como UnitedHealthcare, operan bajo un modelo empresarial que prioriza las ganancias sobre las personas. En este escenario, los pacientes no son seres humanos que necesitan cuidado, sino “clientes” cuyo acceso a la atención depende de su capacidad de pago.

Mangione, según indican los informes, estaba marcado por un profundo resentimiento hacia estas corporaciones. Sufría dolores crónicos debido a una lesión en la columna y su experiencia personal con el sistema de salud estadounidense pudo haber sido el detonante de su radicalización. Aquellos que lo justifican señalan que su supuesto crimen no fue un acto de locura, sino una respuesta desesperada a un modelo que considera el bienestar un privilegio y no un derecho.

En una sociedad que idolatra la meritocracia, el éxito o fracaso de un individuo suele atribuirse a su propio esfuerzo. Sin embargo, este discurso ignora las estructuras que condicionan nuestras vidas. Mangione, nacido en una familia influyente y dotado de una inteligencia excepcional, parecía tenerlo todo para triunfar. Pero ni siquiera sus privilegios pudieron protegerlo de un sistema que prioriza el capital por encima del bienestar humano.

La teoría de la violencia estructural, formulada por el sociólogo Johan Galtung, nos invita a mirar más allá de los actos individuales de agresión. Según Galtung, la violencia estructural ocurre cuando las instituciones y sistemas sociales impiden que las personas satisfagan sus necesidades básicas. Bajo esta óptica, el sistema de salud estadounidense es inherentemente violento, al negarle a millones de personas acceso a tratamientos esenciales y condenarlas a una vida de dolor o ruina financiera.

Si consideramos el supuesto crimen de Mangione dentro de este marco, su acto puede interpretarse no como un ataque aislado, sino como la consecuencia de un sistema que perpetúa el sufrimiento. Esto no busca justificar la violencia, sino contextualizarla. Cuando las instituciones fallan, ¿qué alternativas le quedan a quienes se sienten traicionados por ellas?

El caso de Mangione también plantea preguntas sobre la justicia y los medios para alcanzarla. La muerte de Brian Thompson ha sido celebrada por algunos como un acto de venganza justificada, mientras que otros la condenan como una tragedia innecesaria. En ambos casos, el debate subyacente es el mismo: ¿qué hacemos cuando las instituciones encargadas de garantizar la justicia se convierten en agentes de opresión?

Mangione es un síntoma, no la enfermedad. Él no necesita nuestra compasión ni nuestra condena; necesita que aprendamos de su historia. Su caída es un recordatorio de que las mentes brillantes también pueden romperse en un mundo roto. Si queremos evitar que otros sigan su camino, debemos cambiar las estructuras que hacen que la desesperación parezca la única salida.

No se trata de justificar un acto de violencia, sino de entenderlo. Porque solo enfrentando las causas profundas podremos construir una sociedad donde nadie sienta que la justicia está fuera de su alcance.

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