Por Fernando Urbano
El PRI no sabe ser oposición, nació desde el gobierno y para hacer gobierno, esa es su vocación, administrar y gobernar; aun y cuando en distintos momentos las condiciones políticas lo han llevado a tomar esa posición, vive en su esencia y en la nostalgia de sus militantes la necesidad de tener un liderazgo encarnado en la figura presidencial.
El PAN, sabe ser oposición, nació desde la oposición, y se ha visto en la necesidad de aprender a hacer gobierno en espacios de tiempo muy limitados, pero sus liderazgos han demostrado desconfianza y temor de guiar a los partidos que han sido sus aliados a asumirse como una verdadera fuerza opositora.
La institucionalidad de los partidos no es un problema, más bien es un activo que representa su historia, cimentación y consolidación, además de sus reacciones circunstanciales que les han permitido cierto grado de transformación, lo que, si es necesario, es un tránsito institucional hacia el fortalecimiento de una mayor apertura ciudadana.
Si estos dos partidos pretenden mantener una alianza electoral y política, necesariamente deben asumir rápidamente una posición en la complicada recomposición y la obligada dispersión del poder político que se generó en la pasada elección. La clave no son las dirigencias nacionales, si no el fortalecimiento de los liderazgos locales como generadores de la toma de decisiones al interior de los partidos y desde sus bases. Solamente ellos conocen la realidad que se encuentra a nivel piso, y solo ellos conocen las mejores formas en las que pueden hacerles frente, ahí está la clave de su recomposición.
Solo así, podrán retomar su protagonismo electoral, antes de que lleguen a un punto crítico de su existencia. Porque, aunque han enfrentado como alianza y en lo individual resultados desastrosos, mantienen espacios de influencia que solamente sufren de falta de atención, pero que aún tienen la disposición de fortalecer su presencia y contribuir a generar mecanismos de operación y participación, desde otras esferas de existencia social y política.
Las dirigencias nacionales deben evitar su innecesaria intervención, que algunas veces entorpece las dirigencias y las bases locales.
Además, deben entender y asumir la necesidad de sumar esfuerzos, respetar la pluralidad de su militancia, promover la unidad, y disponer a los partidos a enfrentar la necesidad de hacer frente a nuevas realidades específicas, ideológicas y de organización.
El propio PRI ya vivió esta situación, en las elecciones del 2006, cuando se consolidó como el gran perdedor, pero que, con un buen golpe de timón, gracias a sus estructuras en 3 años se convirtió en el partido con más alto rendimiento electoral. Por lo que podemos entender que los fracasos poco influyen en sus bases y su capacidad de operación, siempre y cuando se promueva la coordinación entre los distintos engranajes que dan vida y movilidad a los partidos y que les han permitido adaptarse a las necesidades democráticas.
Su supervivencia depende única y exclusivamente de la orientación y visión de sus bases, y solamente desde ahí podrán dirigir el rumbo de su necesidad evolutiva para consolidar su resurgimiento, que inevitablemente trastocará sus formas, pero garantizará su permanencia.