Por Israel Reyes
La clase política, esa con el mote de círculo rojo que no es más que una ínfima parte de la sociedad. Que toma decisiones, que negocia sin transparencia, que deposita sus propias idiosincrasias al momento de detentar el poder sin importarle el resto de la paleta de colores. Es decir, si el gobernante es de extracción mormona, que no se ponga el pino de navidad (que esas costumbres ya serán otro tema para el análisis).
Otra minoría comprobada, precisamente este dos de junio, son esos personajes que juraban que su candidata de derechas ganaría por amplio margen y que al ver la contundente derrota optaron por incrementar su desprecio por la clase trabajadora. Por no haber votado como ellos lo hicieron. Porque ellos son la “gente bien”, porque ellos son el ejemplo claro para los más desfavorecidos de cómo hacer bien las cosas, de cómo ser exitosos.
A esos que se desayunan cada domingo una ostia como parte del ritual para purificarse de las atrocidades cometidas el resto de la semana. Ya sea exigiendo que las señoras de las labores de casa no “afeen” las entradas de sus grotescos fraccionamientos haciéndolas caminar kilómetros, frente al sol, sin facilidad alguna, para llegar a la parte de atrás. Para que, de paso, “el deber ser” les recuerde de donde vienen, y a donde pertenecen.
A aquellos que tuvieron la fortuna de estudiar, de prepararse, de hacerse a sí mismos por sus propios méritos. A los letrados juristas que, tal vez su supremacía moral sobre los más desfavorecidos les invite a propinar palizas para que aprendan y recuerden quién es el que manda y quién es el que debe seguir mandando: el más fuerte, el del coche deportivo, el del fraccionamiento cerrado, el de los contactos con poderosos para salir bien librado de todo esto.
Hay otros que también ostentan superioridad por ser de familia creyente y de clase media trabajadora, que han generado cambios significativos en sus condiciones materiales y no sólo eso, han ganado fama y prestigio logrando así compartir con jóvenes y alumnos sus conocimientos y de paso sus dogmas rancios. Que critican al pobre por traer hijos al mundo individualizando el gran cáncer de nuestro país e ignorando por completo el enorme sistema que nos une a todos y todas con uno mismo.
De todos estos casos, les tengo una mala noticia: la desigualdad no parece disminuir. Es silenciosa y discreta. Vivir en la ciudad es cada vez más caro, hacerte de una casa, de un coche, de un empleo que pueda sostener todos tus deseos es cada vez más difícil. En algunas ciudades mexicanas, la desigualdad es tan marcada que con sólo cruzar una calle te puede transportar de Europa a África, por citar otro ejemplo.
Emprender se vuelve un juego en nivel legendario. Ya sea con hacer política en defensa propia o con iniciar un negocio para no depender de la industria que todo lo absorbe y destruye, incluyendo nuestros recursos naturales. La creciente brecha entre los sectores más ricos y los más pobres no solo afecta la economía, sino que también polariza la política y debilita la democracia. Esta desigualdad extrema perjudica incluso a las rentas más altas, ya que limita sus oportunidades de negocio y tiene un impacto negativo en el PIB del país.
“Todas las razones para hacer una revolución están ahí. No falta ninguna. El naufragio de la política, la arrogancia de los poderosos, el reinado de lo falso, la vulgaridad de los ricos, los cataclismos de la industria, la miseria galopante, la explotación desnuda, el apocalipsis ecológico… no se nos priva de nada, ni siquiera de estar informados de ello.”