Democracia y dogma

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Por Israel Reyes 

Paul Auster afirma que “para quienes no tenemos creencias, la democracia es nuestra religión”. Una frase potente, pero cargada de implicaciones. ¿Es realmente la democracia una religión? ¿O es un sistema imperfecto de organización humana que, con el tiempo, se ha vuelto casi intocable? De acuerdo con la definición clásica, la democracia es el “gobierno del pueblo”; una idea idealista y atractiva que nos enseña que los ciudadanos pueden influir en el destino del Estado. En la práctica, sin embargo, la democracia, especialmente en su modalidad representativa, se parece más a un juego de equilibrio entre intereses que a una verdadera herramienta de poder popular.

Si seguimos esta línea, el acto de votar no es un ejercicio de poder directo, sino una delegación de poder en manos de unos pocos. En lugar de decidir directamente, los ciudadanos eligen a quienes los representarán en cuestiones que muchas veces desconocen o que, en el mejor de los casos, se presentan simplificadas y manipuladas en campañas mediáticas. La democracia representativa moderna se sostiene en una ilusión: la creencia de que el debate parlamentario lleva a la verdad o, al menos, a un acuerdo en beneficio del bien común. Sin embargo, en muchos países, este ideal queda oscurecido por juegos de influencia, intereses económicos y una desconexión total entre las élites políticas y la vida cotidiana de la ciudadanía.

Auster compara la democracia con la religión, pero al menos las religiones clásicas ofrecen una estructura clara de valores y principios que unen a los fieles. La democracia, en cambio, parece haberse convertido en un sistema laxo, donde la palabra “representación” se vuelve cada vez más abstracta. Los políticos hacen promesas que rara vez cumplen y, a pesar de la constante rendición de cuentas, las decisiones fundamentales parecen beneficiar más a un círculo restringido que al conjunto de la población. Hoy en día, los partidos tradicionales enfrentan un escepticismo creciente, mientras que el electorado se muestra dividido y sin una ideología o visión clara y compartida de futuro. ¿Qué clase de “religión” es esa que genera tanta desilusión?

Es cierto que la democracia permite el disenso y la posibilidad de cambio; sin embargo, también se muestra ineficaz en muchas ocasiones. Los pactos y alianzas políticas necesarios para gobernar a menudo dejan de lado los intereses de los ciudadanos en aras de encontrar un terreno común mínimo entre las fuerzas en juego. Esto convierte a la democracia en un sistema que lucha por mantenerse coherente, donde el consenso es frágil y donde las soluciones profundas a los problemas estructurales se ven pospuestas indefinidamente.

¿Será que el verdadero problema de la democracia contemporánea es que ha dejado de ser un ideal en construcción para convertirse en un dogma incuestionable? La frase de Churchill —”la democracia es el peor sistema de gobierno, con excepción de todos los demás”— refleja la resignación más que la esperanza en una mejora real del sistema. Y es en este punto donde la democracia parece acercarse, paradójicamente, a la noción de fe. Como en una religión, creemos en ella, a pesar de que sus contradicciones son cada vez más evidentes.

Hablar de democracia es, en última instancia, hablar de una promesa incumplida: la promesa de que el poder reside en el pueblo. En lugar de idealizarla como religión, deberíamos concebir la democracia como un sistema siempre en revisión, uno que necesita constantemente ser cuestionado, reformado y ajustado para que el poder ciudadano no se diluya en un ejercicio meramente simbólico. Para aquellos que, como Auster, no encuentran consuelo en las creencias tradicionales, la democracia debería ser mucho más que una “fe” en algo imperfecto; debería ser, sobre todo, una oportunidad tangible de participación y cambio real.

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