Por Israel Reyes
Donald Trump no es una amenaza directa de colapso para la democracia estadounidense, pero sí la erosiona, haciéndola más conflictiva y polarizada. Sus actitudes autoritarias, como la negativa a aceptar derrotas electorales, son alarmantes, pero los cimientos del sistema político en Estados Unidos siguen siendo fuertes. Con más de dos siglos de historia, es la democracia más duradera del mundo y ha demostrado ser sorprendentemente resiliente, incluso ante grandes desafíos internos. Sin embargo, con Trump, el panorama se torna más incierto y desagradable.
Aunque no parece probable que Trump llegue a desmantelar las instituciones democráticas, su segundo mandato podría ser más peligroso que el primero. Ahora cuenta con un movimiento organizado de seguidores y una red de operadores políticos dispuestos a implementar su agenda, como el proyecto 2025, que busca consolidar el poder presidencial. Durante su primera administración, la falta de personal capacitado limitó la implementación de sus ideas más radicales, pero esta vez, tiene un partido republicano alineado con su visión, lo que podría intensificar las políticas más divisivas.
Las propuestas económicas de Trump, como los aranceles masivos a productos importados, anticipan un escenario complicado para el comercio global y los consumidores estadounidenses. Además, aunque muchas de sus promesas, como el muro fronterizo, quedaron incompletas, su capacidad para movilizar a una base electoral descontenta sigue siendo su mayor fortaleza. Estas políticas afectan especialmente a las comunidades vulnerables, que, paradójicamente, han comenzado a volcarse en su favor, desilusionadas con los demócratas.
Una de las claves del regreso de Trump ha sido su éxito al conquistar el apoyo de la clase trabajadora, un grupo que tradicionalmente respaldaba al Partido Demócrata. La inflación y la pérdida de poder adquisitivo han llevado a muchos votantes con bajos ingresos a buscar alternativas fuera del establishment. Esto es un golpe para los demócratas, que han concentrado su fuerza en distritos más acomodados y entre votantes con mayor nivel educativo, perdiendo conexión con quienes más necesitan representación.
El resurgimiento de Trump no es un caso aislado, sino parte de una ola populista que ha encontrado nuevas formas de conectar con el electorado descontento en todo el mundo. Movimientos similares están resurgiendo en Europa y América Latina, aprovechando el vacío dejado por una izquierda que ha perdido parte de su capacidad para articular las demandas de las clases populares.
El fenómeno Trump es un recordatorio de que la política progresista necesita reenfocar su narrativa. La desconexión con la clase trabajadora, tanto en Estados Unidos como en otras democracias, no solo es una crisis electoral, sino un problema estructural. Recuperar su confianza implica ofrecer respuestas claras y contundentes a las desigualdades económicas y al miedo al cambio que el populismo sabe explotar.
El regreso de Trump refleja un desafío no solo para los demócratas, sino para todas las fuerzas progresistas. No se trata de temer por el fin de la democracia, sino de enfrentar la realidad de un sistema que, aunque sólido, se está volviendo más hostil y fragmentado. Responder a este desafío requiere una política que combine eficacia económica con empatía social, algo que, por ahora, parece estar en deuda.