Por Israel Reyes
El G-20 debería ser el foro más representativo para abordar desafíos globales de manera conjunta, un espacio donde las principales economías unan esfuerzos para construir un mundo mejor. Sin embargo, la reciente cumbre en Río de Janeiro dejó al descubierto profundas divisiones ideológicas que dificultan alcanzar estos objetivos. El enfrentamiento simbólico entre Lula da Silva y Javier Milei es un ejemplo de esta polarización, que no solo afecta a la región latinoamericana, sino que refleja un choque global entre modelos de desarrollo y gobernanza.
Por un lado, Lula, desde una perspectiva progresista, centra su discurso en la erradicación de la pobreza y el combate a la desigualdad, comprometiéndose con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y el multilateralismo. Su llamado no es solo urgente, sino también una exigencia ética en un continente como América Latina, donde la pobreza y las disparidades sociales han sido históricamente profundas. Ignorar estos problemas, como propone Milei con su enfoque ultraliberal, es perpetuar la exclusión y aumentar las tensiones sociales.
Milei, por su parte, representa una postura radical que cuestiona la Agenda 2030 de la ONU y el papel de los Estados en el desarrollo sostenible. Este enfoque, que privilegia un “sálvese quien pueda” basado en la desregulación extrema y la reducción del Estado, supone un riesgo no solo para Argentina, sino para el contexto global. Problemas como el cambio climático, la pobreza y el hambre no pueden ser resueltos desde el aislamiento ni la competencia desmedida; requieren cooperación, solidaridad y una visión a largo plazo.
Resulta preocupante que figuras como Milei se alineen con liderazgos como el de Donald Trump, que priorizan intereses inmediatos sobre compromisos colectivos. Este tipo de retórica amenaza con socavar los pocos avances que se han logrado en temas críticos como la justicia climática y la equidad social. Más que un simple ataque al multilateralismo, es una renuncia a la responsabilidad compartida en un mundo interconectado.
Este grupo no puede permitirse ser un espacio de confrontación estéril. En cambio, debe actuar como un puente para unir visiones, priorizando las necesidades de los más vulnerables y el bienestar colectivo. Lula simboliza un liderazgo que, aunque imperfecto, reconoce que los problemas estructurales no se resuelven reduciendo el Estado, sino transformándolo para hacerlo más eficiente y cercano a las personas. Mientras que el modelo de Milei es, en esencia, un retroceso a un sistema que ya ha demostrado sus límites. La desregulación extrema no fortalece las democracias, las fractura. Reducir los programas sociales y el papel del Estado sin garantizar alternativas viables para las mayorías no es valentía política, sino una apuesta peligrosa que podría profundizar las crisis existentes.
El G-20 debe evolucionar hacia un espacio donde los intereses comunes estén por encima de las diferencias ideológicas. Si los líderes mundiales no logran alinear sus prioridades con las necesidades globales, seguirán perdiendo legitimidad ante una ciudadanía cada vez más consciente de los retos que enfrenta. Es hora de que la cooperación sustituya a la confrontación y de que liderazgos responsables, como el de Lula, predominen sobre narrativas destructivas como las de Milei.
La cumbre en Río de Janeiro no solo nos dejó tensiones, sino también la esperanza de que, a pesar de las diferencias, aún es posible avanzar. Dependerá de los líderes y de las sociedades exigir que el G-20 cumpla con su propósito: ser un motor para un futuro mejor que el que nos planteamos.